También prohibieron Help


-Te dije que no la cantes cuando vamos por la calle.
-Es que me olvido… igual es inglés…
-¿De Pancho también te olvidaste?, ¿de Cristina?
-¡No seas cínico, Javier, cortala!
-Pero te lo tengo que decir ochenta veces, loca… no la cantes en la calle, no la escuches en casa, ¡importa una mierda que sea en inglés, no se puede!
-¿Casa?
-¿Y qué querés que diga?

Ella mira el suelo. Las baldosas rojas de la habitación. La cortina de plástico a medio cerrar, que por la tarde, proyecta formas oblicuas, luminosas, sobre la piel de Ana y su compañero. Ana se dirige a la cocina-comedor-living. Todo es pequeño. Todo está casi vacío en esta casa.

Prepara el mate, apenas un poco de agua para que la yerba no se lave. Un poco de azúcar.

-¿A qué hora viene? dice Javier.
-A las siete.
-Son las siete.
-¡¿Ya?!
-Sí. Dice Javier. Y ahora es él quien se queda mirando el suelo, las baldosas blancas.
-Voy a dormir una siesta.
-Javier, desde que llegamos dormís todo el tiempo.

Él finge no escucharla. Vuelve a la habitación. Se tira en la cama como si fuera un muñeco arrojado al agua. Siente frío cuando lo piensa. Se tapa.

Ana moja la yerba con el agua caliente. Inserta la bombilla de plata. Es de mamá, siente. La mira durante unos segundos. Gurruchaga y Corrientes queda tan lejos, dice con voz alta. Él finge no escucharla.

Ella mira el reloj. Eran las seis, no las siete, murmura con bronca, son las seis, son las seis.

No es cierto que desde hace tres días Javier duerme todo el tiempo. Sólo se tira en la cama. No piensa, canta con su cabeza. Joan Manuel Serrat. Joan Baez. La Negra Sosa. León Gieco. Canta todo lo que recuerda. Los Beatles. Sobre todo Help. Y cuando lo hace, cuando esa canción lo irrumpe, llora, llora sin que Ana se entere.

Enciende un cigarrillo. El agua está muy caliente todavía. Siente hambre, pero no quiere abrir las galletitas hasta que Raúl llegue, hasta que Jorge llegue, se rectifica. 


Son las seis y cuarto.

Ella abre su cuaderno, forrado en papel madera, del tamaño de un puño. En el baño busca la tijera. Regresa a la mesa. Inhala profundamente, con ojos cerrados. Abre los ojos. Toma un mechón de su pelo negro. Lo acaricia. Lo corta. Con una bandita elástica lo amarra. Se lo lleva al pecho. Cierra los ojos otra vez. Y en un ritual, donde cada movimiento es consciente, lento, ofrendado: lo guarda entre las hojas de su cuaderno, donde está el último poema que escribió. Agarra la pluma. Es de mamá. Firma la última hoja con su verdadero nombre y apellido.

Son las seis y cuarenta grita el reloj.

Aprieta, con el cuchillo, haciendo fuerza para que la baldosa roja vuelva a ceder. Sin hacer ruido para que Javier no se despierte. Finalmente cede. Coloca su cuaderno. Lo toca con la mano izquierda. Sonríe mientras las lágrimas le van cayendo por los cachetes.

Son las siete.

Ana se come las uñas. Mueve apenas las cortinas. Mira la calle, los caminantes, los perros, los árboles. ¿Qué estarán pensando? ¿Sabrán? Observa a una madre y a su hijo, se acuerda de las veces que lo fue a buscar a Javier al colegio. Al profe, se dice, y ríe.

Son las siete y media.

Se rasca los brazos. Mueve apenas las cortinas. Mira las casas y los edificios. Pone a calentar agua para el mate.

Cuando son las diez, Ana se acuesta junto a Javier. Lo abraza. Se abrazan. Te amo, dice ella. Te amo, compañera, dice él.

Cierran la persiana, cierran la ventana. Con voz baja, en la cama, cantan Help



-¡Nunca Más!-

Nota de la Autora: la imagen del mechón de pelo en el cuaderno la tomé del documental "Mala Junta" de Eduardo Aliverti. 

Nota 2 de la Autora: no sé por qué se abre un enlace sobre la palabra azúcar. A propósito, invito a los lectores a que conozcan la historia de la familia Blaquier, dueños de Ledesma, quienes provocaron el "gran apagón" y secuestraron con los camiones de su empresa a obreros y a estudiantes en el pueblo jujeño Libertador General San Martín: esos obreros y estudiantes son desaparecidos. Investiguen por Pedro Blaquier, asesino.