Casas VIII y XII

Se hunde en el colchón. Ni siquiera es el refinamiento de seguir a un conejo o pasar a través de un espejo. Un colchón, de una plaza. Hasta ayer una cama tibia, preparada para alojar Quetiapina. Sin sueños ni interrupciones. Diferente ahora, decidió no tomar su medicación. El mundo, casi inerte, que su psiquiatra propone no lo elije esta noche. El colchón la atrapa en pocos segundos, la traga como una boca blanda y sin dientes.  

Es un escenario indefinido, nebuloso. Avanza sin miedo. 

Son lechuzas. Suena Rhiannon, de Fleetwood Mac y la voz de Judy Garlad preguntando por el Mago de Oz. Ve una mujer. Es ella misma, con un vestido azul, austero y largo. Está dentro de un círculo. Seres como sombras no pueden entrar en él. Lleva una vara para reforzar el círculo, mientras el caldero arroja humo violeta que asciende hacia las copas de los árboles. Las hojas cambian su marrón por dorado, el oro de los alquimistas. Se da cuenta al verse que está libre de sentimientos, imágenes, voces que sabe: no son propias. Aquellas que la atormentan en vigilia; cuando la intimidad de un otro o un grupo o una multitud la alcanza. Su equipo terapéutico no le cree. Sin embargo, la Astrología supo explicar, por sus planetas en las Casas VIII y XII, los dioses en sus moradas de magia y de Karma. Pequeñas lagartijas de fuego la envuelven, convirtiendo su vestido azul en rojo. No es su reflejo, en este momento es ella misma, protegida por su círculo. Al ardor de la marmita. Se agacha, besa la tierra. Susurra algo a la piel de la prosperidad. Mira al cielo, se lleva las manos al pecho. 

Se acercan hombres. Aún están lejos pero puede oírlos. Sabe. Son aquellos que llevan togas blancas y capas negras. El pelo corto. Pesados rosarios que apenas se mueven. Manos que apresan aquello que desconocen, temen y por lo tanto, lo exterminan. Ella es la misma de siempre, comprende que no ha cambiado en siglos. Las confusiones en su identidad son la maldición de una intuición añeja, que ha crecido para finalmente bendecirla, a pesar de cualquier desgarro. Ve hasta cuándo será compañera de la humanidad. Sabio su organismo, sin desesperación espera la ceniza. Los hombres que construyeron el templo son los mismos que encienden la hoguera, que buscan agua, madera y acero para torturar. Los perdona. Quizá como la luna nueva que observa sin ser vista. 

No fue un conejo blanco o un espejo. Tampoco un sueño. Sólo un colchón de una plaza. Que la devuelve a la noche. Los ojos húmedos en la Carta La Luna, de su Tarot Marsellés. La intuición a veces maldice, pero a veces recuerda, bendice, como el oro de los alquimistas.