7

7 es uno de los números que más se repite, al menos así lo recibí. En la Torá, los cuatro evangelios y el Apocalipsis. Al igual que el 40. No sé si es cierto pero una vez me dijeron que 7 en hebreo significa juramento. No sé hebreo, no tengo la certeza, sin embargo lo creo. 

En Tarot la Carta VII es el Carro, el mago triunfador, que avanza en talento y progreso, efecto de la causa que sembró: seguir a Dios y el camino de la virtud. 

7 son los planetas que observaban los antiguos, parándose en la Tierra, tomando el Sol y la Luna también como planetas. Sol, Luna, Mercurio, Venus, Marte, Saturno, Júpiter. En Astrología, a grandes rasgos, son: la identidad, el inconsciente, la mente concreta, la forma de amor, la manera de conquista, la estructura y la expansión de la consciencia. 

Al 7 se lo conoce, según algunos autores, como la unión del cuerpo y el alma. 

Un cuadrado, representante de la materia, y un triángulo, el espíritu. Dos figuras que convocan siete puntos. Y tanto más que no sé.

No diré que veo el 7 en todos lados, no es una madeja instalada en mi mente. 

Despido a un amigo del aeropuerto, gente de bullicio constante y fuerte, sonrisas gordas, valijas como gnomos, respetuosos mochileros. Al irme saludo a su avión. Siempre saludo los aviones que cruzan el cielo, me pregunto hacia dónde se dirigen. 

Camino por la avenida Corrientes, que siempre late en sus librerías, pizzerías, teatros. Cada tanto, observo a Marte, como una estrella roja arrojada en la noche o la Luna, a veces, grandota y brillante, inspiración de trovadores. 

Me detengo. Quizá como Don Juan enseñaba a Castaneda. Detenerse donde la energía se percibe nutricia. Extraño pues se trata de una parada de colectivo. Del 40 y el 7. Nunca había pensado en un transporte número 7. Nunca había pensado en números de transportes, salvo en los que tomo a diario. 

Veo la proximidad de su cartel. Número negro y cuerpo azul. La curiosidad en mí como algo pegajoso y envolvente. Subo. Está desierto como una calle en navidad. El conductor con su música voraz. Necesaria para un destino que desconozco. Se trata de Pink Floyd. Una de las canciones más famosas: Shine on your crazy diamond. Por ahora, calles familiares. 

Sube un pasajero. Un joven albino, de camisa y pantalón verde. Más tarde, una mujer, que disimula con un vestido negro, una pierna peculiar. Al observarla más de cerca me doy cuenta que esconde madera y unas medias de red rojas. En la próxima parada, una pareja. Ancianos con remera blanca. Veo sus espaldas. En la de él dice: sólo el amor permanece. En la ella, sólo el cambio permanece. Más tarde, un nene. Lleva micrófono y un pequeño parlante. Se para en el medio y comienza a rapear, pide a cada uno una palabra. Su nueva canción incluye todas. Aplaudimos con fuerza y alegría. 

La ventanilla da cuenta de un túnel. En sus paredes, dibujos. Las tortugas ninjas meditando, mientras el maestro lee un libro. No identifico demasiado, creo que es Cumbres Borrascosas. Se termina el túnel. 

El paisaje es insólito. Mi reloj habla de quince minutos de viaje. Es el campo, que recibe el calor y el fulgor del Sol. Vacas comiendo, vacas descansando. Caballos negros. Cada vez más numerosos. 

Montañas ahora. Altas, enseñando sobre el aquietamiento, al igual que el I Ching, la quietud necesaria para después la acción precisa. Duran lo suficiente las montañas para que no entienda, no crea lo que veo. Sé que no es un sueño. Recuerdo cada escalón que me ha llevado hasta acá. 

La selva que siento casi tocar, la ruta angosta, un precipicio nos amenaza. Sin embargo nadie demuestra miedo, pues se trata de un pulmón bondadoso, dador de oxígeno y de infinita belleza. Árboles trepando por la luz. Abro la ventanilla. Olores y sonidos vírgenes. Entiendo, la magia se encuentra donde la Madre Tierra conserva su piel. No quiero que termine. 

Y entonces el mar. Misterioso y penetrante. Alfonsina Storni eligió su grandeza. Destinatario de intenciones. Neptuno escondido en sus entrañas. Estamos moviéndonos sobre la orilla. Olas que nacen, para volverse gigantes que después se quebrarán en espuma. Mi remera está húmeda. 

Pronto se secará pues atravesamos un desierto. Dunas inmóviles hasta que una tormenta les devuelve la vida. Dos serpientes. Imagino la gracia de vivir aferrado a la arena. Increíblemente les crecen alas. Dioses, serpientes emplumadas. Alzando vuelo. Alejándose de la intimidad de las dunas. En órbita que nunca sabré. 

La apuesta es aún mayor. Mis huesos tiemblan. Planetas, satélites, asteroides, estrellas, brazos que se mueven alrededor de un agujero negro. La Vía Láctea. Soy nada. Una mente dominante que me fractura el presente. Tan insignificante. Plagado de preocupaciones, que a fin de cuentas, no importan. Cualquiera de estos asteroides podría impactar en la Tierra. La era de los humanos se extinguiría al igual que la cumbre de los dinosaurios. Soy nada. “Polvo de estrellas”, como decía Carl Sagan. Pero al seguir en mi sorpresa, con los ojos bien abierto y el pecho abierto a la gracia, también digo: soy todo. Un microcosmos con la potencia y las cualidades de lo macro. “Como es arriba es abajo”, una de las máximas del Kybalion. Lo que he conocido en mi planeta, en el incognoscible universo, habita en mí. En cada uno. El agujero negro está más cerca. Nada puede traspasarlo. Se sacude el colectivo, se apagan las pocas luces. No hay miedo sino valentía. Estamos entrando en la inseguridad profunda. Tal vez la muerte. No sabemos. 

Pasamos el túnel. Es Cumbres Borrascosas el libro que lee el Maestro de las Tortugas Ninja. 

Las mismas calles conocidas. 

Avenida Corrientes. 

Bajamos del colectivo 7. Sonreímos. Quizá nunca nos veremos otra vez. La pareja de ancianos, el amor y el cambio que sólo permanecen, se alejan hasta volverse una pequeña estrella blanca de siete puntas. Así la veo.