Desierto de arenas grises

No se trataba de las usuales con dibujos. Ni de una pastilla azul o roja. Era negra. Algunos dicen, el color del inconsciente. Sabía pero sin esperar el asombro o el maleficio. Tambores magnéticos. De a poco, tiempo sideral. Y de a poco, uno por uno desfilando. La mujer cuyas piernas son cáscara de huevo. La anciana ojos de madera quebrada. El hombre torcido. Ancianos tragando diarios. Torres pequeñas escupiendo sangre. Dioses pálidos, sin cetros. Guitarras que devoran hombres. Mamá apunta con su dedo. Igual que los televisores. Muros que intentan abrazar. Papá se caga encima. Una visión que atormentó a Dalí por años. Las cartas pierden sus reinas y sus reyes. Un espejo donde su reflejo es hembra y macho, cuernos, escamas, alas y falso trono. Seres con piernas de elefante y altura de peces. Pequeñas mujeres amarradas a cintas de baba. Siente miedo. Tres puertas quizá alejando del peligro. Elige la primera por el número 1, la unidad, lo Penetrante según el I Ching, el Mago en el Tarot. El escenario cambia. Un pasillo angosto colmado de oscuridad. Al tocar las paredes siente tentáculos, ventosas que intentan recibirlo. Otra puerta que abre a un desierto de arenas grises. Una tormenta que quiebra la vista y los huesos. Pero hay animales a lo lejos. Se acercan. Sirenas arrastrándose, que abren la boca con sus lenguas de serpiente. Criaturas sin cara. Piernas humanas que caminan solas. Igual que las manos gigantescas con platos que ofrecen cocaína. Se acerca a ellas. El plato elegido se vuelve más grande. Esnifa con fuerza y determinación. Freud lo observa y se ríe hasta desaparecer. Escucha música clásica. A un costado advierte a la banda, vestidos ceremonialmente, cubiertos de piezas de hielo, parados sobre un círculo elevado, sostenido por un pequeño iceberg. La música se detiene. Ahora solamente aullidos. Tragamonedas que vomitan dedos. Danzarines. Sonrientes. Al igual que los jueces cuyas togas son rosas. Los avaros mordiendo monedas de plomo. Jinetes montados en caballos invisibles. La ansiedad lo domina, la velocidad lo invade. Quiere regresar pero no sabe. No hay asombro ni maleficio. Es el horror latente en cada poro. Ya no quiere ver. Tambores magnéticos. Tiempo terrenal. El hombre lo observa con una sonrisa gorda. Limpia la transpiración de su frente. Él se incorpora. Vomita unos minutos. Registra el espacio, el mismo que antes lo contuvo en la apuesta de una búsqueda honda. Porque era negra. La píldora era negra.