Un doberman negro ladra

      
     Un doberman negro ladra. En cada ladrido el tintineo de su collar de perlas rojas. Parece que la reja va a estallar. Una mujer de ojos gordos camina hacia mí en pequeños saltos. Con una agilidad increíble para un cuerpo tan viejo y tan corto agarra al perro del cuello. También tiene collar de perlas rojas.

         Me hace pasar a una sala pequeña donde esperan dos hombres y tres mujeres. Sólo imágenes griegas en las paredes blancas. En todas, las mismas tres hilanderas. Desde la única ventana el sol, un haz ancho sobre el piso y sobre la pierna esbelta de la mujer con gafas oscuras y pañuelo que envuelve el misterio de su pelo. Uno de los hombres fuma tabaco armado, fuma seguido o quizá fuma cada tanto, el tiempo pasa de una manera rara, como los arabescos de su humo, nubes pesadas, que el hombre de zuecos de madera observa con mueca infantil, cada tanto, porque cada tanto la joven a mi costado, de pelo corto y negro, estira los brazos y su escote late, se expande y hasta la anciana de guantes verde también mira.

A veces se escuchan ruidos que no son de ciudad. Gallinas y esas cosas. Esas cosas que no me gustan porque no reconozco como mías. Tampoco me gustaba demasiado esto, pero mamá insiste. Cuando era chico, cuando papá se había ido, me llevó a varios lugares, algunos parecidos a este, no tan sofisticados ni antiguos, pero sí tan perdidos, tan película de ciclo de terror de los domingos.

         -¿Tu primera vez? Me pregunta la anciana de guantes verde, que ahora identifico como la anciana con un ojo verde y otro marrón. Espera mi respuesta de la misma manera que Miss Marple esperaría saber dónde estuve a la medianoche del 26 de abril.
-Es mi primera vez.
-Es una vez si se trata del hilo negro.
-¿No se llama hilo rojo?
- No. Es negro porque es una deuda kármica. Atma es otra cosa. Sigue leyendo un libro sobre los tuareg y nunca más vuelve a mirarme.

        Zuecos de madera y sus enormes auriculares y sus enormes labios que sonríen cada vez que se repite el Bolero de Ravel. También sonríe el fumador cuando esto ocurre, es una sonrisa limpia pero tiene algo de frágil, porque todo él tiene algo de frágil, como si fuese una estructura de naipes a la espera de un soplido. Aquello eres tú, decía en algunos oráculos de Grecia.

Entra el perro negro de perlas rojas. Me doy cuenta que es una hembra, ahora suave, que sabe bien quién es cada uno y es más semejante a dios que cualquiera de nosotros, se echa en las piernas de la mujer con gafas y pañuelo, que se saca las gafas y me revela sus ojos de luna negra. También yo me encuentro sonriendo por el Bolero de Ravel.

         Una figura avanza. Es una mujer y no un fantasma. La perra se levanta y va junto a su dueña. Vestido violeta de un solo hombro, pelo ensortijado y gris. El mismo collar de perlas rojas. Todos la miramos. Me hace pensar en Jorge Donn, también podría ser bailarina por la forma en que se mueve. Se acerca a la mujer que me recibió. Le dice algo al oído. La mujer asiente. Me mira. Pase, dice. Soy con ellas a través de una galería antigua, de techos altos y descascarados, donde el moho se confunde con las enredaderas. Es una procesión extraña protagonizada por mis nervios, quizá por eso cada tanto ambas me sonríen.   

        La habitación es circular y oscuridad con dos velas sobre la alfombra dorada donde ella se sienta como un buda. La rodean cuatro cuencos. Agua, sal, incienso y fuego pequeño. Me invita a sacarme los zapatos y sentarme frente a ella. Cerca de mí, una tijera. Abre la mano, en la palma, un hilo negro. Atalo al meñique izquierdo, dice. Así lo hago. Enredá tu cuello. Así lo hago. Dame las hojas y el mechón, dice. Ella ata el pelo al otro extremo del hilo negro. Se aleja con él. Una vez que lo cortés, no te la vas a encontrar, no al menos en esta encarnación, en la pr
óxima no sé, nadie puede saber eso. Le respondo que entiendo. Me respondo que es lo que necesito. Gemela es la oscuridad, mi compulsión a hacerme daño. Gemela vulgaridad. Cortalo dónde sientas... Y date cuenta que lo estás cortando, cerrá los ojos,
imaginalo caer sobre la tierra, hundirse en las entrañas, camino al fuego. Ahora siento cerca a la mujer. Apoyá las manos sobre tus poemas, dice. Las apoyo. Es una vez cuando se trata del hilo negro, dice. Porque sólo una vez podrá arrancar mi meñique, entiendo.




 

Fotografía: Helmut Newton