Consideraciones acerca del pecado, la muerte y ella

          
    Dos torres de distancia deben ser como una cuadra, o más, mucho más, muchas ventanas, exactamente seis ventanas, y más abajo, y en otra torre, estoy yo. Tiene piernas largas. El pelo oscuro, largo. No hay cortinas. Una mesa baja, un colchón. Un perro peludo y blanco que la sigue donde va. Usa vestidos cortos. Se baña de noche, todos los días. Desnuda va a la cocina, agarra algo, apenas le veo el brazo que se mueve por toda la casa como una aleta. Así un rato, hasta quedar sentada frente a la pared del comedor. Yo la puedo ver como un bulto que me mueve oscilante. Deduzco que está sentada como un Buda. Ella se mueve armoniosamente, para adelante y para atrás.

      Me encantan las conejitas de Playboy. Me gusta el programa. Hoy se tiraban champagne mientras se hundían en un jacuzzi, de un hotel en Las Vegas. Mientras, el viejo Hefner apretaba botoncitos y hacia girar una cama redonda, que brillaba como un arbolito de navidad. 

      Un día creía que era, pero no. Yo estaba en la entrada del complejo. Milis, mi perra, comiendo pasto o comiendo un hongo o algo que voló desde un departamento. Entonces la veo por la reja. Abre la puerta. Está cerca. Y no. No es ella. Tiene la panza apretada entre tiritas de bambula, las piernas cortitas y descubiertas. Está más cerca y le veo los ojos. Son claros. El pelo apenas ondulado. Viene riéndose. Camina zigzagueando. Quizá quince años. Me quedo parado en las escaleras. La vi antes. Ayer, cuando estábamos con papá tomando cerveza y vino a preguntarnos la hora y se quedó con nosotros. Me regaló una tuca cuando papá fue al baño. Papá tiene cuarenta y cinco. Está casado con Silvia, que tiene treinta y tres y tremendo cuerpo. Y tremendo drama. Ahora estoy parado. Colgado. Y la chica se frena a dos escalones de mí. 
- ¿Te pasa algo? Dice y sonríe. 
- No. Respondo. 

      Me duele la mano. Me di muy fuerte. Salí del tren. A veces lo hago. O grito o lo hago. Prefiero golpear una columna. Me duele la mano.

      La segunda vez fue en la calle. Tampoco era ella. Escuálida, con paso torpe y musical. Nos pusimos a hablar de música. Le gustaban los Redondos y George Michael. Me habló de los estados del hombre, de la realidad distorsionada. Yo le hablé de Lao Tsé. Me regaló dos sahumerios. Esa noche los prendí y pensé en mi chica. Pensé en ella. 

      Le conté que leí sobre el año 2012. Carito me miró y se río como se ríe cada vez que no entiende algo. Le expliqué cuidadosamente qué dijeron los mayas. Me contestó que lo único que espera es que la panadería quiebre y que pueda conseguir plata para irse a vivir a Haití. Yo le contesté que Haití no es un buen destino. Ella me respondió que si seguía trabajando en la panadería iba a suicidarse. Hicimos el amor. Es raro que escriba algo tan cursi. Pero así es con Carito. Dulce. Como cuando íbamos al cole. 

      Está con un tipo, que le llega a la cintura. Un enano vestido de negro. Literalmente. El pelo blanco le cae, formando una trenza. Ajusto el lente. Es un anciano. Se sientan en el piso, se sacan los zapatos. Ella se para. Apaga la luz.

      Piedra, papel o tijera. Siempre hay que elegir tijera para empezar. Tres a uno, pierdo. Dejo la tuca en el pasto. Ema la agarra, se ríe y se la guarda dentro del escote. Ema es amiga de Silvia. Me gusta el ruido de sus pulseras cuando jugamos. Me hace acordar a mi maestra de Actividades Prácticas. Pulseras y collares dorados. El pelo carré y rubio. Besa profundo. La hija no tanto pero es más atrevida. Y como por azar, por magia, me entero que es compañera de yoga de ella. Mi ella. Por azar, voy a decirme. Aunque sé, no existe el azar. Aunque sé, las condiciones materiales condicionan al sujeto. Por eso la hija de Ema es una malcriada. Y una rata. Para decirme el teléfono de ella, me cobró un pedazo grande de marihuana. 
      Regresó la migraña. Migral es más barato que el Naramil. 

- Hola.
- Hola, ¿Melina?
- No está.- Dice la voz de una mujer. Ya no puedo ver nada. Ahora tiene cortinas. Ahora solo me queda imaginarla. Saber su nombre. Evocar su cuerpo que se mueve como si estuviera caminando sobre bolitas de nube. Ya no la veo. Ya no puedo siquiera observar quién es esta mujer que atiende. Sólo puedo odiarla, con este odio tan pacífico, tan suave, que apenas se mueve por estas hojas, este cuaderno que me regaló papá, cuando le dije que no sabía qué hacer con mi vida.

      Llegué tarde al trabajo. Pero vendí dos paquetes, que incluían un pack para ver HBO. Salí y fui a tomar una cerveza con Pepe y Mara. A veces pienso que Pepe va a morir joven, lo observo como un sapo que después de la quinta cerveza, después de la quinta cazuela de maní, explota. 

      Invoco al genio de Aladino. Deseo número uno: ella. Deseo número dos: paz y pan en el mundo. Deseo número tres: cinco deseos más y la libertad del genio, ah, y conocer a Walt Disney. 

      Hoy fui. Hoy toqué su puerta. Hoy la vi. Hoy fui capaz de decirle que hace más de tres meses que no dejo de pensar en ella, no dejo de traerla en ese vestido celeste, en esas calzas negras, en la bata blanca, en la remera gris grandota. Me miró. Sonrío. Dio una pitada y me dijo: “pasa”. Y pasé. 

      Papá me regaló otro cuaderno. 







-Cuento publicado en el blog ADN Creadores-

Fotografía: Gregory Colbert