Sombras


     Cuando volvió a decirme que eso estaba creciendo, al despertar y recorrer la casa nada se encuentra donde debería, empecé a creerle. Hice mi prueba, dejé unos libros y un cuaderno sobre el sofá. Al otro día los encontré apilados en el baño. Habían sido arrancadas varias hojas del cuaderno y dos garabatos como extrañas firmas al dorso.    
     En ese tiempo mi amiga estudiaba ciertas lecturas del medioevo que, según ella, podían imprimir energías para lograr sus objetivos espirituales. En este caso creía que algo, eso, estaba en su casa y si bien durante cada viernes un visitante distinto venía a “limpiarla”, había puesto sobre sí la tarea de echar aquello que presentía. Y no podía más que acompañarla durante unos días. 
     Pasaba varias horas ensimismada observando el Tarot de Marsella. Tenía un péndulo con el que deambulaba de la cocina al baño, del baño a su habitación, de su habitación al comedor, a la vez que cantaba una suerte de mantra en un idioma que nunca se animó a revelarme. Yo la miraba desde el sofá cama, a veces desconcertado, a veces preocupado, a veces preguntándome si eso realmente era eso, más allá de los cuadernos que había comprobado por mí mismo y de una de mis mudas que había desaparecido, o si eso era un algo que estaba siendo intensificado, alimentándose de mi amiga y de sus prácticas esotéricas. Hasta que una noche lo supe. 
     Algo me despierta. Dos sombras avanzan. Trato de gritar y no puedo. De las sombras aparece un hombre. Un hombre igual a mí junto a una mujer igual a ella. Está vestido con mi ropa. Un hombre con mi cara, mis gestos, la estatura de mi cuerpo. Una mujer con su cara, sus gestos, la estatura de su cuerpo. Lucen pálidos, lúgubres. Como una versión terrorífica de nosotros mismos. Avanzan. Se detienen. Comienzan a hacer el amor frente a mí, de una extraña manera, ni siquiera animal, extraña, de otro lugar, otro tiempo, otro infierno que no conocía hasta hoy. Ellos no me ven pero yo sí puedo ver como juegan a lastimarse, se muerden, se sangran, se arrancan pedazo por pedazo, se comen miembro por miembro. Hasta que cada uno queda inerte. Entonces lo que queda de sus cuerpos se evapora. La luz del día aparece. Pero ya nada será igual para mí.




Fotografía: Henry Cartier Bresson