Mayor es su sorpresa cuando aparece una joven mujer de pelo
corto. Aprieta el botón de pause. Se
para. Enciende un cigarrillo. Se toca la cabeza, incrustándose los dedos en sus
pelos revueltos. Es una broma pesadísima, dice en voz alta. Una broma realizada
por un genio, porque ese departamento luce exactamente igual, porque esa mujer
luce exactamente igual a ella. Todo es igual. Salvo por las cortinas verde que
no aparecen en el extraño cortometraje. Se siente parte de una película de
horror, donde los protagonistas miraban
un video y una semana más tarde aparecía un espectro para matarlos. Ni
siquiera, se dice, qué más terrorífico que esto, recibir un vhs donde la
cámara, siempre fija, muestra un monoambiente caótico y una mujer que grita y
se mueve como epiléptica y termina rasgándose las venas con un cuchillo. Y esa
mujer es ella misma. Nada más terrorífico.
La noche cae entre botellas de cerveza y tres amigos que
observan el video. Uno de ellos se ríe. Los otros dos no hablan, ni siquiera
pestañean. El amigo que se río dice que fue un profesional, posiblemente alguno
de los tantos tipos a los que le ha roto el corazón, no sería difícil conseguir
una doble y reproducir el monoambiente. Los otros dos se miran entre sí.
Aquel tipo que tanto la odiaba se casó hace tres años y
tiene un hijo. El otro tipo que tanto la odiaba se encuentra en la India por un
doctorado. La amiga que le robó un novio se hizo evangelista y vive en un
pueblito de Córdoba. La lista de potenciales enemigos es en verdad breve. Y esa
brevedad fue chequeada. Ninguno es sospechoso.
El comisario responde tranquilo desde sus anteojos redondos,
gruesos. Son muchos los misterios en Buenos Aires y pocos los especialistas en
criminología. No lo amerita una broma de mal gusto. También necesitaría el
teléfono de su psicólogo y un análisis de sangre. Ella retruca ofendida. El
comisario observa sus manos temblorosas, y ella lo advierte y en seguida se
para de la silla, cruza el enorme salón y se despide de la comisaría escupiendo
sobre un busto de Falcón.
Se compra un cuaderno para escribir sus teorías.
Visita locales de cintas de video. Conoce expertos que sólo
consiguen echar más sombras sobre el asunto. Puede ser un dvd pasado a VHS,
pero no es seguro. Tampoco identifican el modelo de cámara. Todo es anotado
cuidadosamente.
Amplía el radio, saliendo de la ciudad y conociendo tiendas
recónditas. En una de ellas se encuentra con una compañera del secundario. La
mujer, avejentada en comparación, la invita tomar un café. Prefiere no aceptar.
No agendar su teléfono. Tiene que ser cuidadosa.
Su madre tarda en responderle. Se encuentran en un bar del
centro. El camarero es un anciano que parece perturbado cada vez que clava sus
ojos en ella. Ella se da cuenta, su madre le dice que está alucinando. Decide
no comentarle sobre el video. El espejo del baño le devuelve su imagen, algo
más pálida que días anteriores. Escucha a alguien reírse. No está lista para inspeccionar por lo que
sale rápidamente. Regresa a la mesa, más pálida que antes. Su madre la mira y
le acaricia las manos. Ella devuelve la caricia con una débil sonrisa, que se
diluye cuando otra vez el camarero anciano la observa como si ella tuviera algo
sobre la cabeza.
No encuentra el cuaderno. Sabe exactamente donde lo dejó y
sin embrago no está.
Cierra su cuenta de correo. No sin antes inspeccionar
minuciosamente cada contacto. Que no eran muchos pero suficientes como para
albergar a un genio obsesionado con ella y su pelo corto. Empieza a navegar por
foros y se entera de otras personas que recibieron dvds raros. Pero ninguno
parecido al vhs. Decide salir lo necesario.
Aumentar la investigación.
Se compra un nuevo cuaderno y unas pastillas para la
contractura, que comenzó en su cuello y se está extendiendo hasta su coxis.
Tampoco le cree. Ella lo sabe. Ni siquiera la quiere como se
podría querer a una mascota. El tipo anota y cada tanto interrumpe con un
brillante comentario, desde atrás de un grueso escritorio de caoba. Comentarios
que le hacen nacer una furia indescriptible, pero silenciosa para una paciente
después de tres años de psicoanálisis.
Lo comenta entre algunos compañeros de trabajo. Escucha
teorías aún más delirantes de las que se le han ocurrido.
El día entra por sus pestañas, todavía adormecidas en el
acolchado azul. Se levanta, camina unos pasos, se choca contra una mesa ratona.
Una mesa que nunca había visto hasta ahora.
Su padre va a visitarla más seguido desde que decidió
tomarse vacaciones. Hablan mucho. Ella le pregunta sobre una tía que veía
espíritus. Su padre decide obviar el tema, escapándose hacia las cortinas
verde, regalo de la abuela.
Alguien golpea la pared a la misma hora que ayer. Ella esta
vez responde golpeando más fuerte, hasta que los ruidos cesan. Se duerme tapada
hasta la cabeza, apretando un peluche de Mickey Mouse.
Compra revistas sobre fantasmas, artefactos malditos y otras
rarezas. No encuentra nada siquiera parecido al vhs. Pero sí es común que en
las casas habitadas por fantasmas los objetos desparezcan o cambien de lugar.
Algunas amigas también se lanzan en la investigación sobre hechos paranormales
y fraudes electrónicos.
Le pregunta por qué la mira así, qué ve sobre su cabeza. El
anciano permanece callado. Un chico de pelo verde interrumpe para agarrar del
brazo al hombre y llevárselo hacia la cocina. Le piden que no regrese al bar.
Ella se aleja llorando.
Enciende las hornallas. Separada apenas por unos metros de
la cama, la cocina, y en el otro extremo la puerta del baño. El caos de
papelitos en la alfombra. Los restos de comida de días anteriores. Libros que
le han prestado para sumar a la investigación.
Recibe a dos médiums, un pai y a un cura. En ese orden
durante cuatro viernes.
Hace limpiezas con incienso y mirra, con flores de loto y
vino de misa. Recita mantras a diario, hasta que ya no tiene fuerzas para
escucharse la voz. Entonces utiliza vasos con agua y cintas de colores. Vasos
que cambian de lugar, ella lo sabe. Cintas que desaparecen.
Empieza a sentirse desconocida y desconocidos sus amigos
porque, a fin de cuentas, cualquiera
podría haber sido. Como dijo la curandera, enemigos ocultos. Podría haber sido
alguien que realmente la conociera, que identificara sus gestos, que conociera
cada rincón de su departamento, que pudiera llevarse una prenda, un mechón de
pelos, una carta.
Otra vez sin aparecer el cuaderno.
La tarde la encuentra sentada sobre la cama, fumando. La
encuentra en caótico silencio. Se dice que no es suficiente luz y arranca de un
tirón las cortinas verdes. Ella se levanta. Ella grita. Por primera vez, grita.
Siente la panza, la energía ascendiendo y escupiendo desde su boca abierta.
Sacude sus manos. Mira hacia el piso y hacia el techo. Su cuerpo se entrega a
insólitos espasmos. Ahora está llorando. Ahora sigue gritando. Ahora se acerca
al cajón. Despacio. Lo abre. Despacio. Siente el frío del acero sobre sus
muñecas.