Flavia

     No recuerdo que edad tenía, podría decir ocho, pero no lo sé. Recuerdo la mesa de caoba cuadrada, las sillas de pana gris, la biblioteca enorme que era además la casa de la TV, en un extremo, bien pequeña al principio. Las paredes blancas, las baldosas marrones. Mamá cocinando bifes con cebolla de verdeo, papá llegando del trabajo. Y yo, mirando desde el ventanal el fondo del edificio, o mejor dicho, observando el bananero gigantesco que aparecía entre el pasto y los yuyos como un rey silencioso.
     No recuerdo bien porqué, si es que ese día no fui al cole, si es que estaba enferma o si es que solamente no fui por una de esas casualidades, que nadie entiende pero finalmente cierran. Sí recuerdo la TV, más precisamente la recuerdo a ella. Con sus polleras de campana, en esas telas que daban ganas de comer, los colores estridentes, el estallido de papelitos y seres que existen en sueños; las canciones pegadizas que me enseñaron a seguir creyendo en Papá Noel. La ola era fiesta. Definitivamente era fiesta para mí, para muchos.
     Ahora enciendo un cigarrillo, busco en google alguna imagen que me lleve a ese momento, otra vez, o quizá busco algo que me aleje de este momento que vivo ahora, no lo sé.
     La TV es ella y una instancia donde lee mensajes. El presente es ella y una instancia donde lee mensajes. La alegría, los nervios son ella en la instancia donde lee mensajes. Mi corazón pequeño más aprisa. Ella tiene entre sus manos una hoja que reconozco, si es que no me deliré. Y parece que no, al escucharla, me doy cuenta que no. Es mi carta, de marcador verde y crayón rosa. ¡Mi carta! Es Flavia mirando a cámara y yo, que siento que me mira porque es mi carta, es mi nombre, son los saludos que ella envía desde otro universo tan lejano, pero a la vez tan preciso para mí. Flavia Palmiero leyó mi carta. Flavia Palmiero me está leyendo ahora.





Fotografía: Henry Cartier Bresson