La pequeña sirenita

Mis hermanas me revelaron que era la única manera de volver a mi mar, aquel que había dejado por él. Al observarlas me di cuenta de que ya no recordaba el gusto de la sal en mi piel, el pelo salvaje y mojado, las escamas multicolores. Dije no. Ellas se miraron entre sí. Casi no recordaba mi lenguaje, mis amigos los delfines y los peces, los pulpos y las rayas. Había cambiado mi mundo por un hombre. Y ese hombre me había cambiado por otra. La supuesta salvadora del naufragio. No, dije otra vez. Sin embargo, al contemplar el barco nupcial, los músicos, los invitados, las flores, dudé. Cuando el sol fuera vencido por la noche me volvería espuma, así había sido el trato con la Bruja del Mar. Le había entregado mi voz a cambio de las piernas. Cada paso una puntada histérica, un dolor ardiente. En sólo tres días, el príncipe debía atreverse a mí en un beso de amor verdadero. Pero perdí. Muda no podía explicarle que la extraña en la orilla no era quien había arriesgado su misterio por salvarlo. Él se había equivocado. Ningún ser de ese barco sabría quién fui, nadie preguntaría por mí. Lo peor era pensar si el príncipe me extrañaría, si era más fuerte la pasión por esa mujer que el amor silencioso por mí. Cuando el sol fuera vencido por la noche me volvería espuma y un débil recuerdo en el hombre que amé y por quien dejé todo.
         Volví a mirar a mis hermanas, ya no estaban allí, pero en mis pies, la daga.  El mango era de jade, ricamente tallado. Por primera vez pensé bien de la Bruja. Indudablemente aquella anciana espantosa tenía buen gusto.

Deambulé huérfana por la cubierta, tratando de evitar a mi príncipe. Cada tanto descansaba, aferrada a la baranda y evocaba las aguas, despidiéndome, arrepintiéndome, recordando el injusto desenlace que en pocas horas me esperaba. De la historia de princesa al terror indescriptible. Me interrumpió la orquesta, música simple, infame. En mis dominios sí hay música brillante.
 Él estaba resplandeciente. A ella prefería no pensarla, porque al hacerlo fantaseaba con arrancarle uno a uno sus cabellos o un tiburón gigantesco que se la comiese parte por parte o una ola capaz de confinarla a la oscuridad de mi océano. Él, risueño, emocionado, desconociendo no sólo lo que habría de ocurrirme sino también todo lo que había emprendido para llegar a él. No sólo me sentía devastada también me sentía una idiota. La brisa golpeaba mi cara y en cada golpe los recuerdos de mi vida pasada. La profundidad y sus enigmas revelados a mis exploraciones, Neptuno mi padre, mis hermanas, el reino donde había crecido que nunca más vería, ni siquiera volvería a ver el pálido universo humano. Chusma tan distinta, tan inferiores a los míos. 
   El sol empezaba a caer al compás del Ave María. Los invitados hablaban entre sí, formando un murmullo alegre y expectante. Él. Él en esa mueca de felicidad y cada uno de los males que tuve que pasar por él. Por él. Para él. Apreté los dientes. La novia apareció en su vestido de cuento, enlazada a su padre. Cada paso blanco una imagen distinta para mí, la espuma, la sal, la sangre, mi canto, el silencio al que me había condenado. Cuando la novia por fin llegó a sus manos, cuando el sacerdote comenzó a hablar, cuando el sol moría en el horizonte, corrí hacia mi príncipe. Fui rápida y fatal. Después de él, siguió ella, a pesar de que ella no era parte del trato, siguió ella. Y antes de que pudieran apresarme, salté a mi mar y retorné a mi cuerpo originario.



Fotografía: Annie  Leibovitz