Se murió el tío Antonio


      Hoy me desperté con gusto agrio en la boca, sin dentífrico y sin azúcar. Me avisó mamá con un mensaje de texto que murió el tío Antonio. Es raro el tiempo. Es raro despertarte. Ahora Antonio se transforma en huesos y carne vieja. Ahora mi mamá llora, recordando  quizá algún juego, una habitación escondida de una casa que fue suya cuando era chica, cuando no tenía la cara curtida y los casi 90 kilos, cuando Antonio todavía tenía las dos brazos, cuando Blanca no era depresiva.

      Un cadáver sin un brazo. Un cajón de madera que respira hasta que la tierra lo cubra, hasta que los familiares se despidan vestidos de negro, de gris, con lentes oscuros, pañuelos de tela. Y el tío Antonio será el mejor tío del mundo, el mejor marido y padre, el amigo más compinche, un laburante de aquellos que no existen más. Hasta hace un rato, hasta ayer, el tío Antonio era un borracho mujeriego, que sobrevivía en una casa de muebles en Pompeya.

      Con mis primos, los hijos de Antonio, hace años que no hablo. Luciano se fue a España de muy chico y Lucy… No sé qué pasó con Lucy. Tengo una imagen distante de su cintura, del pelo negro cayéndole sobre los ojos, la boca pintada de rojo furioso, su lengua, sus uñas, el vaivén de su cuerpo cuando la penetraba en silencio, a escondidas, mientras la abuela del novio miraba televisión española en la pieza de al lado.

      Es en Boedo. Una escalera. Una sala enorme con sillones ocre y ventanales que dan a la avenida Caseros. Toda la familia y el paso del tiempo que deforma las caras y los cuerpos.

      Sigo igual, para mi tía Juanita. Me convida un Lemans suave largo que acepto sin mucho entusiasmo. Me agarra del brazo y me lleva por toda la sala para saludar a parientes que no recuerdo y a parientes que no existían hasta ayer.

      Las mujeres más viejas sentadas, los maridos recordando un tango que Antonio cantaba en fin de año, un grupo de hombres hablando de futbol, los pocos adolescentes que fuman, que van y vienen, algún que otro chico, algún que otro bebé a upa de una madre treinteañera. La señora del café. El piso de parquet. El aire acondicionado no funciona y el olor amargo de las coronas, que llega desde las puertas, abiertas, de la habitación donde está el tío.

      Llega mi primo Carlos. Bigote amarillo, camisa celeste, pantalón de jean. Qué hacés Javiercito, dice. Como si no hubiera crecido. Como si la diferencia de edad fuera amplia. ¿La viste a la Lucy? Y me lo dice como si supiera el secreto que por años, y a fuerza de constancia, impidió que tía Clara me odie y tío Alberto me rompa la cara y Luis me corte las pelotas. Será mejor ir a ver al muerto.

      Envejeció mucho en estos años. Apenas lo reconozco. Me hace acordar a la película de Indiana Jones, el malo que toma la copa equivocada y se transforma en un cadáver espantoso.
- Impresiona verlo así.
Me doy vuelta. Una mujer fumando, una mujer de pelo largo, negro, una mujer de labios rojos.
- Tanto tiempo, primo - y en esta última palabra, en esa forma de llamarme primo siento que hace una sonrisa discreta, familiar. No engordó. No está arrugada. Sigue fumando los cigarrillos delgados. Sigue tocándote mientras te habla.

      Sigue de novia, o mejor dicho, está casada con el mastodonte de siempre, Luis, que aparece arrastrando los pies y me abraza como si me hubiera acostado con él. Luis, que aquella noche tenía asado con los amigos y le dejó su casa a Lucy para cuidar a la abula, aquella noche, que le acabé en la cara y en la panza a Lucy. Pobre Luis. Y él también me ve igual, mira el reloj y se lamenta, pero el trabajo es el trabajo, la responsabilidad es responsabilidad, la estupidez sin conciencia de clase y en media horita ya me vuelvo, ya me vuelvo. Yo y el tío Antonio durmiendo como tantas veces y Lucy tan excitante como aquella noche.


      Y yo, y el tío Antonio y Lucy, y la gente que se va de a poco y la soledad que necesitamos para despedirnos del difunto. No pases tía, que no pase nadie, unos minutos, Lucy está llorando, yo tengo un nudo en la garganta, el tío Antonio, tía, unos minutos. Mamá, déjanos. Cerramos las puertas. La abrazó. La beso. Y Dios bendiga su pollera, las sillitas de la sala, el silencio de Antonio y el preservativo en su cartera. Descanse en paz, tío. Y gracias por todo.



 Fotografía: Imogen Cunningham