A los doce años conocí la primera imagen,
Muchacha en la ventana. Corría 1925 y “Patillas”, sobrenombre en Figueras,
tenía 20 años cuando retrató a su hermana, Ana María, con la técnica de óleo
sobre cartón piedra. La composición, sencilla y uniforme, cuenta con la
particularidad de la postura de su protagonista: da la espalda para observar
por la ventana al océano, que parece sostenerle la morada y terminar lejos, con
las barcas y la playa. El paisaje corresponde a la casa de vacaciones que
poseía la familia en Cadaqués, pueblo de la Península Ibérica.
No fue fácil trasladarme a Madrid, más
precisamente al Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía. Me privé de muchos
cigarros decentes, taxis, idas al teatro, libros con olor a nuevo. Pero dicen que
el sacrificio guarda sus frutos. Y es cierto. Me encuentro en la segunda planta
del museo, donde se exponen las vanguardias artísticas de principios del siglo
XX hasta hoy, parado frente a la pintura de 105 x 74,5 cm, madre de tantas
copias y análisis. Me pierdo en los colores y las formas de la costa de
Cadaqués y del cuerpo de Ana María, tal como, seguramente, Dalí lo planeó,
aunque dudo que haya previsto la suave voz que muy despacio emerge.
El
mar está ahí. Cada vez que lo observo es otro. Remolinos azules, celestes y
verdes se hacen visibles cuando algún rayo sorprende. Una baba marfil
desvaneciéndose frente al golpe de las olas. Universo de agua que toma cuerpo,
que también se hace música con los pájaros que cruzan mientras los peces le recorren
el vientre. Algunos metros y una pared nos separan. Me toco las piernas
maldiciéndolas, me paro sobre una, luego sobre la otra. Falta poco. El
esqueleto aprisiona, carcelero que se transforma cuando la luna dispone. Se me
escapa una sonrisa fría, no quiero que las muecas delaten la hora. De entre las
nubes, la esfera plateada aparece para esconder los huesos del atardecer. Un
botón del vestido se enrosca con mi pelo, lo libero rápidamente para seguir con
los otros, para arrojarlos con su tela y los zapatos al suelo. Para sentir mi
desnudez y mi cambio. Me apoyo en el marco de la ventana, los brazos firmes
para ayudar al impulso y llegar al borde. La velocidad cierra mis ojos. Mi
boca, apenas abierta, respira su piel hasta hundirme por completo en él, mi
mar, que me recibe con fuerza y yo, Ana María, correspondo con las caricias que
inventé toda la tarde. Con cada movimiento me sumerjo más y más. Mis pies se
expanden en largo, se ensanchan como campanas y las piernas comienzan a unirse,
a ser una. Numerosas escamas se reproducen con rapidez. Mi cuerpo verde,
celeste y azul, transformado en sal y leyenda. Hasta que el sol asome.