Ahora Buenos Aires, mi amor

     Se levanta cuando el sol cae en la habitación en forma de gotas alargadas. La música de la calle interrumpe entre la cama y el escritorio. Se cepilla los dientes y comprueba que cada vez están más amarillos. No se pinta las ojeras ni los ojos hinchados. Tampoco se preocupa porque el jean y la remera negra estén planchados.

     El agua hierve. Una dosis de agua fría para remediarlo. Y otra vez sin encontrar el mate ni el azúcar. Siente frío.

     Agarra el libro de Puig que más le gusta. Sentada, se encuentra en las calles de Coronel Vallejos, entre la boca de Juan Carlos y el cuello de Nené, sentada hasta que el teléfono suena. Como aún no sabe atenderlo deja que siga llamando. Recuerda que su celular no tiene batería. Recorre con la vista el comedor de su amigo; se pregunta por qué acumula tantas cosas, para qué le sirve. Siente calor en una pierna. Y es la gata que se está enroscando. La mira y sonríe. Se agacha y le acaricia el cuello.

     Sabe dónde está el cargador del celular pero también sabe que no quiere hablar con nadie. Que ahora le basta la luz de la ventana y los cigarrillos de una casa donde vive hace pocos meses. No tiene hambre pero abre la boca para unas galletitas de agua. Tan húmedas como el techo del baño, que ahora observa mientras, intenta darle espacio a su organismo para deshacerse de lo que no le sirve. Después de un rato, deja de intentarlo. Siente frío. Mejor ir abajo, se dice.

     Y ya en su pieza, bien abajo, oye risas. Siente el olor a guiso de algún vecino, mezclado con papas fritas. Desde la ventana que no se abre puede ver la figura de dos nenas subiendo una escalera de cemento. Ahora, los ojos húmedos, ahora sus risas que la fastidian como un obra de teatro de Sofovich. Ahora mirar la pared y reconocer sus fotos y sus amigos, los dibujos y los mensajes. Y el piso que necesita una barrida, y el orden que ha desaparecido de esta casa como desaparece el papel higiénico. Rápidamente enciende un sahumerio. Rápidamente enciende la computadora y pone música de Sheila Chandra. Se acuesta entre papeles y la ropa de días anteriores. Extiende las piernas. Los brazos cruzados sobre el pecho.

     Se levanta cuando el sol cae en la habitación en forma de gotas alargadas. La música de la calle interrumpe entre la cama y el escritorio. Se cepilla los dientes y comprueba que una de sus paletas se está torciendo. No se pinta las ojeras ni los ojos hinchados. Tampoco se preocupa por que el jean y la remera negra estén limpios.

     No tiene hambre ni ganas de reírse, ni siquiera cuando el celular ya cargado le anuncia que tiene diez mensajes. Apaga el teléfono y la computadora. Siente frío.

     Busca el cuaderno verde. Escribe un texto breve que no le gusta. Se enoja. Golpea un almohadón sin darse cuenta que el suelo no está tan lejos. Se da cuenta cuando los nudillos enrojecidos le piden que pare. Suspira. Piensa en Bob Marley.

     Agarra una antología de Girondo. Sentada, se encuentra, se agazapa, se quiebra, se devora, sentada, hasta que el despertador suena.

     La gata no aparece todavía pero sí encontró un atado de cigarrillos y un poco de marihuana. Sonríe cuando se da cuenta que podría trabajar armando porros y cerrando los ojos en momentos indicados, como ahora, que sabe, el otoño avanza sobre la Tierra y sobre su cuerpo. Que es favorable tener un lugar adonde ir pero desfavorable no poder moverse. Mejor arriba, se dice.

     Arriba hay más luz y más desorden. La estela de su amigo, ahora en Pinamar, le roba algunas sonrisas y la orienta sobre lo importante que es comer.

     Se le cae la taza y en la cocina, un lago de té verde. Y cuando encuentra un trapo se da con el codo en la mesada. No se ríe. No grita.

     Su computadora no enciende, igual que la estufa eléctrica. Busca en la oscuridad de la tarde una frazada. Cierra los ojos. Escucha una puerta que se abre, los pasos de alguien saliendo a la calle. No se mueve. Siente como el aire entra por su nariz y sale por su boca. Aparecen imágenes. Una mujer- niña-pulpo que pasa hambre, con tentáculos que muerden sus piernas. Una flecha rígida y gigante, que a veces le pasa por encima y a veces la acaricia con la suavidad de su textura, terciopelo. Ella misma, viéndose como una oruga. Ella misma, viéndose como un ave. Una tormenta eléctrica. Un lago. La casa de su infancia. Una fiesta de desconocidos. Una serpiente. No se pelea con lo que aparece, ella sólo observa con los ojos cerrados. Así van cambiando las imágenes, los personajes. Así comprueba la última escena: el Sol.

     Se levanta cuando el sol cae en la habitación en forma de gotas alargadas. La música de la calle interrumpe entre la cama y el escritorio. Todo está exactamente igual que ayer.

     Abre las cortinas. Deja que la tibieza del sol le pegue en la cara. Escucha a la gata bajando por la escalera. Se agacha, la mira y le habla.

     Enciende un cigarrillo. Dibuja, como un pescado, círculos de humo en el aire. Apaga el celular.

     Se mira en el espejo de su pieza. Se tapa la cara con las manos y otra vez se mira su reflejo, como miraba, cuando era chica, las películas de Freddy Kruger. Se da vuelta, una fotografía con las puntas redondeadas: ella bebé mirando a cámara en los brazos de su abuela. Así se queda largo rato, parada, insertándose en ella bebé mirando a cámara, y entonces ella, rezando a un dios nuevo, diosa de pelo blanco y figura ancha, que cocinaba estofados y fideos los domingos, en Villa Urquiza.

     Agarra un libro de Onetti. Sentada, se encuentra en una casa enorme, con una chica que aparece y desaparece como un fantasma, una pensión, la certeza de estar enloqueciendo, sentada, hasta que el timbre suena y la trae de Montevideo a Buenos Aires. Atiende. Se rasca la cabeza. Los ojos húmedos. Se come las uñas hasta que duele. Otra vez el timbre. Otra vez atiende con la voz gastada. No encuentra las llaves, se da cuenta que hace mucho que no las necesita. Aunque no recuerda desde cuándo. En su pieza revuelve hojas escritas a mano. Se mira las muñecas, una pluma tatuada en la izquierda. Sonríe cuando encuentra una publicación de hace algunos meses.


     Abre la puerta. Saluda a las plantas de la entrada. Recorre el pasillo de lo que fue un conventillo. Camina entre algunas voces, algunos olores, las pisadas de otros vecinos porque llueve, porque el barro y el frío. Siente que le duelen los músculos de las piernas, el corazón late más rápido. Inspira con fuerza. Desde atrás del vidrio, desde afuera, en la calle, un hombre. Ella lo observa, desde la otra cara del vidrio, desde adentro, en el pasillo, ella. Siente frío. La llave en la mano. El frío de la cerradura, la fuerza de la muñeca en el vaivén que acompaña este momento. Es ella desde adentro. Es la primavera más extraña. Es el todo transitable y el tránsito lento de saber que todo se repite. El vaivén de su muñeca. La llave gira. Una vuelta. Gira. Otra vuelta. Clic. La puerta se abre.



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