Wolf

     Un puñado de dientes, en un sobre de terciopelo azul.También eso le quedó de él. San Telmo incrustado en el pecho de una pieza de hotel. Pequeña, fría y agria.

- ¡No podés abrir más despacio! - grita Blanca.
- Disculpame… es la puerta.
- ¿Trajiste eso?
- No… pero yo… ahora te explico.
- ¿No los trajiste? - dice Blanca, los ojos fijos en la remera de terciopelo azul de ella. Blanca. Sentada en el sofá, las piernas cruzadas, las manos sobre la rodillas.

      El bebé duerme boca abajo. Lo abriga hasta la nariz porque siente que va a salir un bigote, los dientes filosos del padre.

- ¿Los trajiste?
- Es que… es que no es tan fácil, es complicado… yo intento pero no es tan fácil.
- Ya sabía, pasa que sos una charlatana, es la segunda vez.
- Mirá, Blanca, disculpame pero…
- ¿Y para qué prometés?, ¿para qué divagás?

Está a punto de contestarle, la boca abierta, el pecho hacia adelante. Está a punto y entonces Blanca se ríe, se ríe como siempre. Como cada vez que le contaba sobre él, cada vez que le mostraba una región de su cuerpo como quien espera una caricia. Blanca se ríe como siempre.

- Loca, nena… sos loca.

Se sienta. Vuelve a mirar al bebé con una mueca de ausencia, que se transforma rápidamente en otra cosa. Una cosa oculta pero repetida, que respira sobre el piso y las paredes.

- ¿Me das un pucho?
- Tomá.
- Es difícil pero se puede, Blanca, yo sé que se puede. El tren hasta Jujuy, de ahí a pie hasta Eloisa, yo sé que es mucho, que es peligroso, que pocos llegan, Blanca, pero hay que intentarlo, después de Eloisa a Wolf no son más de cien kilómetros, y entonces el mar.
- ¿En serio pensás que es como te dijo?
- Yo le creo.
- Le creías, me parece. ¿Supiste algo?
- No.
- Para mí estaba psicótico, yo nunca escuché de ese lugar. Dice Blanca.

      Se le aparece el bigote quemado por el tabaco, amarillo. Se le aparece la foto que él le había mostrado. Una torre blanca emergiendo del mar, chocándose con las nubes. Personas como puntos en cada ventana, cientos de ventanas. Ciudad extraña -dice en voz baja-. Galerías que desembocan en jardines, donde huertas y estanques y plantas acuáticas de tallo largo y flores rojas, que se abren con la luna y se cierran con el día. Salones con las paredes de caña, el piso con mosaicos mayas, coloridos. Fuentes de granito. Animales sueltos, libres. Salas donde las familias trabajan con alpaca y piedra, organizados, con sus Juntas de Buen Gobierno. Cada quien recibe lo que le corresponde y a cada quien le corresponde mucho, allá, en Wolf. Donde bienaventurados los que buscan porque encontrarán el cielo.

     Cuesta advertir las manchas. Cuesta darse cuenta que ella está llorando, sentada sobre la cama, apretando la frazada con fuerza. Blanca se durmió. Sólo se oye su ronquido viejo, rubio y mal pintado, con tacos altos, remera de lycra apretándole la panza, acentuando la flacidez y el pecho que le falta, porque el algodón es barato, poco y la asimetría evidente. Se oye su ronquido. Se oye Wolf y los pasajes que no consigue. Y él y los pedazos de él descociéndose en la profundidad de la tierra. Esperar. Debajo de la cama, las valijas.


      Se para, se acerca. Le saca el atado. Prende un cigarrillo. Fuma durante unos segundos. Lo tira. Observa. El algodón empieza a arder, comiéndose la lycra y los ronquidos. Cierra la puerta, sosteniendo con fuerza al bebé y la imagen de una torre blanca, emergiendo del agua, chocándose con las nubes. 




Fotografía: Richard Avedon