Serena allí

Serena allí. La mata de rulos se rebela y el lazo rojo lucha para evitarles la fuga. Numerosas gotitas le comen cada pliegue de la cara hasta estrellarse en los lunares de la falda. La sala está fría, cada tanto estira las mangas de la remera para devolverle su antiguo tamaño. Lo ve con esos gusanos de cobre, uno en la cabeza, otro en la pierna, y se acaricia el dedo largo, mulato, y el anillo que en él se sostiene.

Padre nuestro que estás en los cielos,

Eldrige mueve los labios como si estuviera narrando una historia. La forma circular del salón y el desnivel elevado donde se encuentra le permiten recorrer débilmente el cuerpo de Serena, el de mamá Cleo y el de los pocos amigos que asistieron. Luego, la mirada se le ahoga en las ventanas del fondo. Y ahí se queda, prendido de las migajas de algodón suspendidas en el cielo.

santificado sea tu nombre,

Cleo levanta las piernas hasta chocarse con la silla de adelante, los calambres sospechan de los zapatos pequeños. La quemadura en la mano respira y le trae a los hombres con capuchas y túnicas blancas, la regresa a la encrucijada donde era su mano o la enorme cruz de fuego en la puerta, amenazando con devorarse la madera con la velocidad de un estornudo.

ven a nosotros tu reino,

El grupo de personajes se divide, una parte envuelve el espacio como una plaga, la otra se fracciona y aparece en los huecos.  Se habla del precio del trigo y del maíz, la velocidad máxima del Corvette, la doctrina Eisenhower, el negocio de la madera blanda, aserrada. Se habla de los musicales, el desnudo de esa rubia llamada Marilyn, Burt Lancaster peligroso y apuesto en “De aquí a la eternidad”.

hágase tu voluntad,

El bordó hace a la sonrisa de Victoria Green más pequeña. Desde la primera fila lo observa amordazado por las tiras de cuero, como tentáculos de un pulpo que lo paralizan pero incapaces de cerrarle la boca. La piel hierve, mejor desprender el retazo de piel de la capa, quitarse los guantes. Mira el anillo y la gema destella iluminando su cuello pálido e inmaduro.

en la tierra como en el cielo,

María De La Beckwith, distinta de su nuera, sonríe como un pescado. Su capelina, chocolate y crema, bambolea hacia la puerta buscando otra mueca familiar. El crimen de su hijo no quedará impune, piensa mientras los dedos le resbalan por la pequeña Biblia.

danos hoy nuestro pan de cada día,

El alguacil Miller enciende el cigarrillo número veinte, esconde las manos pero se olvida y el temblor las regresa a los bolsillos. Es la primera vez, para él, el rito iniciativo de la delegación policial. Le cuesta observar la figura oscura de aquel hombre, en esa silla rígida y cuadrada, balbuceando vaya a saber qué.

perdona  nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden,

Teodoro recibe la señal. Verifica las amarras y se cerciora de que los electrodos estén bien colocados. Se puso unos tapones, por el olor. Mueve la perilla para ubicar la medida: 2000 V, suficiente para dejarlo inconsciente, -sin embargo, a veces no ocurre y los escucha gritar y retorcerse- luego descenderá el voltaje hasta los 8 A.

no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal,

Samuel B. Green se entretiene haciendo círculos de humo. Saca el reloj saboneta y el reflejo de la tapa le devuelve la imagen de su padre, quizá por el corte del traje y la humilde cabellera gris. Observa a Victoria y retornan los mechones rubios escalando entre los pechos infantiles, la espalda como un pescado con las aletas enmarcándole la cola, la panza frágil anticipando su pubis, antesala de esa guarida inmaculada; alimento para las fantasías de su pasión bendecida por la mirilla de la cerradura. La evocación se interrumpe por otra. Asoma, un tanto difuso, el prometido de su joven prima: la confrontación y el forcejeo en la biblioteca, el arma en el cajón del escritorio, el cuerpo tieso sobre la alfombra, el llamado al comisario, el recuerdo oportuno del jardinero negro.


amén.







Fotografía: Pedro Luis Raota