Todos los payasos van al cielo

      El carnavalito y me siento mejor. Mejor cuando veo a ese morocho con barba acariciando el charango. Y ojalá fuera charango. Hace calor. Siento el olor a lavanda de una mujer de pelo corto, el olor a caca de un bebe y su madre cuarentona, el olor a enamorado que desprende el chico de los auriculares. 

      Se queda el subte en Malabia. El mal humor del aire aumenta. Se abren las puertas, se apagan las luces del vagón. Y entonces, y de repente, se oye la carcajada. Luces otra vez. Algunos pasajeros se van corriendo, ahora un hueco, y entonces, y de repente, aparece él: el payasito impertinente. Bueno, bueno, a ver cómo se ríen, dice con una voz parecida a minipimer y promotora Givenchy de Florida y Corrientes. Y puedo decir, con la autoridad de una gran neurótica de Buenos Aires: nadie se ríe. Hasta puedo decir: tres nenitos están llorando. El bebé está llorando. Y ahora me acuerdo de IT, y ahora me acuerdo de aquella noche en lo de Juan, en Villa Crespo, todavía virgen y sin plusvalía y tarjeta de crédito. Juan desde primer grado y ahora, que tenemos dieciséis, Juan está buenísimo. La pseudo barba algo rubia, el tatuaje que nadie conoce salvo yo, porque su espalda es poderosa pero selectiva y porque yo, su amiga, siempre tiene que opinar de esas cosas. 

      Se pone a contarme de una rubia insulsa, bajita y tonta, salida del tema de Sumo. Y lo escucho con una risa tan falsa como la sangre de la película de SPACE. Está buenísima, dice Juan. Ajam, respondo. Está buenísima la película, es la del payaso maldito, dice. 

      Siento que ahora su casa es más grande y más oscura. Siento que su gato me mira mal. En la tele un grupo de hombres y una mujer caminan por una alcantarilla. La música se pega como un chicle ácido. Las cortinas del comedor se están moviendo demasiado. 

      ¿Qué fue eso?, pregunto casi llorando. No sé, responde. ¿Y eso? Schhhhh, dejame escuchar. ¿Dónde vas?... No me dejás, loco, pará… 

      La casa de Juan más grande, el pasillo más húmedo, la puerta de su habitación suena distinto. 

      Vení, dice. 

      La cama volvió a ser esponjosa como siempre. Escucho apenas la risa del payaso maldito, escucho apenas los gritos de esos nenes que quieren venganza, esos adultos que seguirán caminando por la alcantarilla y yo y Juan. Y el tatuaje y es lampiño y me sonríe. Y nos miramos y estamos rojos, o yo pienso que estoy roja por el calor que sube desde la pollera tableada hasta mis labios. Y yo y Juan, y otro grito del payaso, y vuelve a sonreírme, y está más cerca, y ya casi puedo sentirle el aliento a Fernét, y no puedo creer que esté ocurriendo y no puedo creer y yo y Juan, nos vamos desnudando, nos reímos de un eructo y de otro grito del payaso.

      Me mira con cara de mercenario, a través de la pintura blanca y la nariz roja. Acerca más el bonete. Una gota le cae sobre el cuello de tul verde y entonces me doy cuenta de que muchas gotas le han caído sobre la panza y esos botones que, probablemente, escapen como torpedos a la trompa de algún nene. Tengo un único billete. La gente sigue durmiendo o sigue enojada por la demora o sigue pensando en lo que fue o en lo que será. Y entonces; lo vale. Sonrío. Lo vale por el otro, aquel payaso diabólico que conocí, una noche, en Villa Crespo. 





Fotografía: Imogen Cunningham