-a Jorge Donn-
Pero
Jorge no estaba. Desde la mesa larga, forrada con un mantel llamativo de letras
chinas, el coreógrafo Maurice Béjart era visto como un trueno, desde la quietud
cada tanto un movimiento súbito, eléctrico, emocional, ofrendado a los
postulantes y celebrado por sus colaboradores. Veinte bailarines dejaron el
alma sobre el piso de madera, los espejos que rodeaban, el techo de ladrillos y
la iluminación pesada. Emilio fue el último en presentarse. Costó entenderse
porque sólo sabía algunas palabras francesas y algunas expresiones del inglés.
Y el único argentino del Béjart Ballet
Lausanne, su bailarín estrella, en ese momento no estaba. El pianista comenzó a
interpretar. Era Ravel, una de sus primeras composiciones, adaptada al piano y
al gusto del coreógrafo. Emilio se paró en el centro, cerró los ojos, llamó a Terpsícore, entregó su danza a la musa, y bailó. Al terminar hizo su reverencé, con la cabeza
apenas inclinada. Maurice se levantó, caminó hacia él, se paró muy cerca, lo
agarró de los brazos, con ojos grandes, infantiles, señal de que había sido elegido
para reemplazar al accidentado Boris Lidor. Viajaría a Madrid con Jorge Donn y
la compañía. Era el año 1989, año de la Serpiente.
En la simpleza de la
habitación de hotel, invocó a Maurice Ravel y su necesario bolero, compuesto y
dedicado en 1928 a la bailarina y coreógrafa Ida Rubinstein. Celebración del
erotismo, evoca una danza española, de melodía y ritmo constantes gracias a la
caja orquestal, en un crescendo que acaba con un orgasmo. Emilio
agradeció a Terpsícore con un fuego pequeño, de vela azul. Acomodó su ropa,
quizá mañana tendría suerte.
La primera vez que vio
a Jorge tuvo que ir corriendo al baño para llorar abismalmente.
Lo sentía cerca y a la
vez ausente, tan otro que es otro y que nunca podrá pertenecerle. Él no había
estudiado en el Colón, Jorge sí; esa oración lo llenó de frío siempre. Pero los
dos habían nacido en Buenos Aires, en El Palomar. Habían sido los raros, los
sensibles, los locos. Y habían sido elegidos para la belleza. Privilegiadamente.
Durante esas cuatro
semanas Donn compartió algunas cenas con los bailarines. Éstos lo observaban
disimuladamente pero fatal. Su cara era angulosa, extremadamente femenina hasta
la nariz, de allí hasta la mirada y la frente tenía algo de tanguero, de
melancólico. El pelo rubio era otro ser, felino y resplandeciente. Un anillo
gigantesco con forma de serpiente plateada. Algún dios de los griegos ha de
haber sido como es él, pensaba Emilio mientras se hundía en cada detalle, en
cada movimiento que el bailarín dejaba, una estela de su cuerpo astral.
Aún en la ausencia
Jorge se entregaba, aún durante pocos minutos de charla.
Una semana antes de la
presentación hablaron a solas. Jorge se alegró de que el nuevo y virtuoso
bailarín sería parte del primer dueto en salir en escena con Ravel, pero más se
alegró cuando supo que era argentino. También del Palomar, dijo Emilio. ¿En
serio?, dijo Jorge. Sí, en serio, contestó emocionado un Emilio de veintiún
años, frente a quien diez años antes, en el 79, a los treinta y dos años, había
recibido el premio más importante de la danza, el Dance Magazine Award y diez años más tarde,
estaría nominado por la Fundación Kónex como uno de los mejores bailarines. Él,
de cuerpo esculpido por Pigmalión. Él, de voz musical, pausada. Él, que moriría
poco después que Emilio, en noviembre de 1992, en Lausanne. Te quedaría perfecto un pañuelo negro en el cuello,
dijo Jorge. Sí, respondió Emilio. Hablá con tu cuerpo, dijo Jorge y se fue.
El Palacio de
Congresos de Madrid estaba repleto de amantes de Béjart, de Donn y del ballet.
También había principiantes, había periodistas, chicas invitadas por sus tías
cultas, regalos de novios y novias a sus parejas, burócratas, familiares de
burócratas, a fin de cuentas: gente orgullosa por presenciar El Bolero de
Ravel, según Maurice Béjart, con Jorge Donn. Y Emilio López Tavani, se dijo
cuando caminó entre los camarines, el bullicio brillante de los miembros del
equipo, que van y vienen, algunos rezan, algunos se abrazan, ya comenzamos.
El escenario era
completamente negro. Fragmentado por una enorme mesa redonda, muy alta, muy
roja. Alrededor de ella, más abajo, una fila de sillas carmesí formaba un
semicírculo. Entraron Emilio y sus compañeros. Se sentaron. Se miraron entre sí
con ojos húmedos. Emilio se acomodó el pañuelo negro en el cuello, se alisó el
pelo corto y negro. Llamó a Terpsícore. Sabía que Jorge estaba subiendo
a la mesa, se estaba preparando, estaba hablando con voz baja, se dio vuelta,
los miró a todos y les dijo gracias.
El círculo de luz fue
atraído por Jorge. Se hizo más grande. Se hizo Jorge. Una melena dorada que
enmarcaba su cara pintada, con las cejas profundas y delineadas, pantalón negro
y torso desnudo. Su vientre vibraba. Jorge alzó los brazos. Y bailó. Intenso.
Místico. Salvaje. Por momentos en conquista, por momentos en entrega. Con
brazos y manos insinuó su sexo, invitó a los demás, con pies nítidos, agachado,
en giros, en saltos. Como un faraón egipcio, al Cielo. Como un cisne naciente.
Mostrando la espalda, promesa chispeante, mientras Emilio y su compañero
entraron en la danza, y a los pocos minutos fueron cuatro los bailarines,
después nueve, catorce, treinta, cuarenta. Que bordearon la mesa arrodillados.
Jorge los alentó, los bailarines se pararon excitados, algunos subieron a la
mesa, y al final, al estruendo: Jorge fue devorado por los bailarines. Devorado por una planta carnívora, desconocida,
latente en la selva profunda, así lo vivió Emilio, ya transformado con el ritmo
caliente en una flor blanca, de pétalos largos y dientes filosos.