La veía todas las tardes, todas las noches. Los zapatos comidos, el pelo ensortijado y rubio, un cuerpo
alborotado por el hambre, ojos grandes y profundos, ojeras de luna. Su paso lento,
rengueando. El cigarrillo consumido en posibles clientes, numerosas caras que
pasan buscando algo, buscando nada, por avenida Santa Fe. Esta vez lleva una
musculosa blanca con volados, calzas gris claro y la pequeña cartera negra.
Estamos sentadas en la misma cafetería, en las mesas de la calle. Ella no me
conoce. Yo la reconozco a diario. La observo con disimulo. Pienso. Debe haber
sido bella esa mujer. ¿Cómo despertará? ¿Estuvo en peligro? ¿Cómo será? ¿Por
qué? Mis preguntas seguirán arañando su figura, siempre sin respuestas me
detendré en su cara, tratando de imaginar en cada rasgo una entrada develada,
aún sin saber su nombre, aún sin saber que ternura esconde. Me gustaría
invitarle un café o recitarle un poema o darle un abrazo. Sé, y esta es mi
única certeza respecto de ella: esa mujer nunca fue rescatada por el amor, pero
también sé: una sonrisa a veces puede desatar el milagro.