Desde ayer, suena. Con debilidad. Pero con la prepotencia de quien ha descubierto su tesoro. Y su tesoro es el lavatorio del baño. Protagoniza la canilla. Como si el agua potable fuese certeza en la Tierra. Como si su desfachatez no hundiera los sueños masivos de agua digna. Su gotera en extraño caudal cuando ha de serlo y en silencio cuando ha de serlo. Semejante a un reloj acuático. Desbocado el grifo, ignorante de los 2100 millones de humanos sin agua potable. Me siento impotente por el susurro de las gotas, con su humor de música sin reserva ni justicia.
El plomero no apareció ni aparece; un fantasma, tal vez, invadido por peligros de faenas anchas, con criterio de fatalidades mayores a la mía. Sigue sonando. Sigue comiendo. La canilla de boca gruesa. Sin misericordia. No sé arreglarla. Lo intenté con la suerte de un naipe novato. Sin embargo, volveré a intentar. Ahora se trata del ingenio de mis manos. Quizá, también, de herramientas fantasmales, de estilo tétrico por su ausencia. Tengo sólo mis manos.
Me acerco, con la valentía de Artemisa furiosa. Porque sigue sonando. Porque sigue hundiendo mi cerebro en melodía histérica. Que se vuelve más fuerte. Creo que el lavatorio blanca estallará sin dignidad ni posibilidad de resurrección. El grifo se descarrila, imprudente. Mi visión intenta adormecerse. Soñar con una gotera que es una gotera. Solamente. Nada más.
Las gotas comienzan a crear pequeñas, inusuales, lagunas en la superficie del lavatorio. Toco mis piernas. Parece una película de dragones maléficos, transformados en gotas. Y soy el personaje estelar de cada una de ellas. Una gota, uno de mis recuerdos. Dicen que el agua todo lo llena y es capaz de horadar la piedra. Digo que mis recuerdos reflejados en el lavatorio hieren aquello que supuse realidad. It´s alive, gritó el Dr. Frankestein. Mientras, yo enmudezco, mis vivencias en campo minado por un líquido que conserva más memoria que yo mismo. Gotas para asentar. Minúsculos charcos con escenarios de mi propiedad. Los contemplo con la claridad de un espejo, cuyo hechizo será mi identidad o mi locura.
Veo. Veo. Charcos que ofrenda la gotera, donde imágenes silenciosas. Mis imágenes. La vez que mi papá me pegó una trompada. Cuando mamá apuntaba sobre quién debía ser yo. La vez que me copié en matemáticas y el profesor se dio cuenta. Glu. Glu. Glu. La fiesta de egresados del secundario, la borrachera que me hizo caer desde una tarima. Los trabajos explotadores de call center. La elección de mi maestra de Astrología. Mi primera Carta Natal. Glu. Glu. Glu. La mujer que me acompañó y nunca amé. Las ruedas de amigos y cerveza negra. Arquero en fútbol de diez. Glu. Glu. Glu. El tren a Bahía Blanca. La selva jujeña. Las marchas anti-imperialistas. Glu. Glu. Glu. La última tentación de Cristo, de Scorsese. Los Redondos en volumen de magnitud hasta alcanzar el balcón. El Tarot que me abrió un hombre vestido de azul. Glu. Glu. Glu. La mujer que amé y nunca me amò.
Joker
La encontré en la calle. No suelo mirar el cemento. Cuando
las copas de los árboles, estiro mi cabeza y digo: selva, selva, selva. El
otoño avanza con hojas amarillas, marrones. Bailan y caen ofrendándose a
curiosos. Ahora debo decir: ella me encontró a mí. Mientras una planta crecía
valiente entre baldosas, el dorso de una carta sonreía. En mi torre la
curiosidad otorga siete vidas. También la suerte.
La doy vuelta. El comodín de la Baraja Española. Su sombrero
de borlas, su atuendo colorido. Hondamente azul y amarillo. Me han dicho que el
azul es la intuición y el amarillo, la inteligencia. También otorga rojo,
acción. Algo de verde, vida eterna. Sujeta una carta en blanco. Personaje que apenas
conozco. Y recrudece mi apego. La agarro como quien sacude la ostra de
Botticelli, para que el cabello de Afrodita enloquezca con el viento. Lo guardo
en mi bolsillo.
La casa está fría, como un fariseo con oratorias en odre
nuevo. Siento apetito de la carta. Mi bolsillo se vacía frente a la sorpresa. Una
figura bella, que sin embargo no me mira a los ojos. Ha de esconder lo que
piensa. Ha de esconder lo que siente. Tal vez. Tal vez, no. Ha de saberse
alteración, cuando las columnas se quiebran. El comodín es todos. Todas las
combinaciones. Hasta podría ser yo mismo. No lleva marca impresa. Efecto de
creadores que, quizá, les guste animar escondites.
Despierto. Mi mesa de luz, desposeída sin los colores de mi
nuevo amigo. Pistas falsas en la habitación. No me importan los ases, pueden
ser traicioneros para identidades con fondo. Necesito una ducha, con la desesperación
de un concilio en la búsqueda de herejes. Pero no es el mismo espejo. Comiendo
el Joker, mi reflejo. Cambió su tamaño. Imponente para que rasque mis ojos,
para que toque mis piernas, inútiles al igual que una tormenta sin apetito de
tierra. Veo solamente la carta, el Joker. Mudo. Estático. Ocupando la dimensión
total del espejo.
El comedor y su pared blanca son una memoria que ya no puedo
alcanzar. Es él. Nuevamente. Determinado a jauría, que comienza, que me atrae
sin que pueda saber por qué. Altura y ancho con destinación al delirio. Si es
que no me doblego, si es que comprendo que él es todos. Puede decir las
verdades a mi corona sin perder la cabeza, llevando el cetro de mis verdades.
Imagino. Pues no habla. No se mueve. Una carta que crece o mengua, acomodándose
a superficies, de acuerdo a su destino o a su gracia.
En los azulejos de la cocina. Reinventado en muchos. No sé
contar, no puedo contarlos. Soy impotente al igual que una doncella incapaz de
acariciar al unicornio. Más pequeño, más numeroso, abre y cierra claves,
imposibles de decodificar. Trincheras donde calcinarme en lo insólito. Como si él
pateara el orden de mis sentidos. Como si él me obligara a creer en lo que
nunca quise creer. El comodín vive, con el mismo tamaño de cada azulejo.
En un muro del pasillo. Nunca lo he visto así. Gigante. Y no
llevo el Rayo de Zeus. Apenas soy un humano con esqueleto a remate. Saldo a
favor de un personaje que sigue sin mirarme a los ojos. Silencioso. Quieto. Quisiera
saber de su carta blanca. Si es la lista para arremeter inocencia o el listado
para asegurarse un candidato al fuego. Lo veo moverse de un espacio a otro, paredes,
muebles, cuadros, ventanas, utensilios. Su proporción va cambiando. Crece y
disminuye de acuerdo a la guarida elegida. El Joker es todas las combinaciones.
Barbijos
El mercado, a tres cuadras. La farmacia, cinco. Mi tabaco sólo con bajar del edificio. Lo usual, los víveres que definirán aún más la torre. Cerveza negra en intento de remediar algo, que no puedo. Sin voluntad marciana. Ocios para enloquecer. Siestas destacables; sin embargo, demasiado cortas. Biblioteca con desafío de leer mi vista en libros que nunca he leído. Y sé por qué.
La calle novedosa, punzante. Es la tarde, es el Sol dando cuarto a la Luna. Es el desierto atravesado, disfrazado de alejamientos y barbijos. La mayoría son blancos. El mío es celeste. Algunos, coloridos, algunos con dibujos. Dicen que los ojos y los dientes irradian. Visiones con jauría de miedo. Así las percibo. Y entonces, así me siento a mí mismo.
Cada barbijo, cada pañuelo conserva su historia. Igual que los árboles. No puedo abrazarlos ya. Camino con el miedo detrás. Camino con el miedo delante. Convertido, con la medicación psiquiátrica, en Zombie Nivel 5, se supone que nada podría sentir o ver. Aún así, siento, veo. No es mío. Contemplo los ojos, el paso. Es abierta la clave. Aquella que desafía cualquier salida de emergencia. Cada mirada la hallo en el centro de mi pecho. Parece hundirse, latir. Soy sin casco, sin carruaje, sin armadura.
Los pocos pasajeros de la tarde son para mi humor de esclavo. El miedo se apaga como una luz que no dará jamás calor. Tristeza de esqueleto blando en una mujer de barbijo negro. También mía su tristeza. Mis ojos grandes en cocción de agua turbulenta. Cada barbijo me otorga su historia. Imágenes para banquete. Devoran o agasajan. Al unísono de las emociones. Un abanico ocultando a la humanidad, que no hemos perdido. Un virus sin carne, al igual que un espíritu que pretende subyugar a su médium.
El corazón de un hombre, con barbijo verde, latiendo sin discreción. Lo recibo mientras veo a una familia, a un secreto que jamás se rendirá. Abanicos con los que no puedo luchar. Siento. Veo. Una joven con barbijo de estrellas. Añorando a su amado y amador. Hondura angustia, pues es abierta hacia un abrazo, un beso. Un anciano sin terror, andando a paso calmo. No recibo imágenes. Me ofrenda la fuerza de cien titanes. Dos policías, intentando arenas movedizas donde dejarse caer. Es el pánico. Ahora es mío mientras una a una los destellos, cumpleaños, casas de jardín noble. Relojes que suben y bajan con sueños de estructura leal.
Aquí y ahora extraño a los nenes, relatos para sacudirse entre juegos. Pantallas para la ternura. Que necesito. Que, quizá, guarde en mi fuente, para recordar que todo se crea, se sostiene y luego, se transforma. Deambulo en este horario. Más temprano, numerosas las máscaras, los barbijos, los pañuelos. Son más fuertes que la discriminación que pueda alcanzar. Lo que me pertenece y lo que no. Emociones y vidas. Siendo un Zombie Nivel 5. En fila, sin agregado alguno más que la tristeza de saberme allanado. Y el grito. El grito es mío.
Cada barbijo conserva su historia. Su esperanza.
La calle novedosa, punzante. Es la tarde, es el Sol dando cuarto a la Luna. Es el desierto atravesado, disfrazado de alejamientos y barbijos. La mayoría son blancos. El mío es celeste. Algunos, coloridos, algunos con dibujos. Dicen que los ojos y los dientes irradian. Visiones con jauría de miedo. Así las percibo. Y entonces, así me siento a mí mismo.
Cada barbijo, cada pañuelo conserva su historia. Igual que los árboles. No puedo abrazarlos ya. Camino con el miedo detrás. Camino con el miedo delante. Convertido, con la medicación psiquiátrica, en Zombie Nivel 5, se supone que nada podría sentir o ver. Aún así, siento, veo. No es mío. Contemplo los ojos, el paso. Es abierta la clave. Aquella que desafía cualquier salida de emergencia. Cada mirada la hallo en el centro de mi pecho. Parece hundirse, latir. Soy sin casco, sin carruaje, sin armadura.
Los pocos pasajeros de la tarde son para mi humor de esclavo. El miedo se apaga como una luz que no dará jamás calor. Tristeza de esqueleto blando en una mujer de barbijo negro. También mía su tristeza. Mis ojos grandes en cocción de agua turbulenta. Cada barbijo me otorga su historia. Imágenes para banquete. Devoran o agasajan. Al unísono de las emociones. Un abanico ocultando a la humanidad, que no hemos perdido. Un virus sin carne, al igual que un espíritu que pretende subyugar a su médium.
El corazón de un hombre, con barbijo verde, latiendo sin discreción. Lo recibo mientras veo a una familia, a un secreto que jamás se rendirá. Abanicos con los que no puedo luchar. Siento. Veo. Una joven con barbijo de estrellas. Añorando a su amado y amador. Hondura angustia, pues es abierta hacia un abrazo, un beso. Un anciano sin terror, andando a paso calmo. No recibo imágenes. Me ofrenda la fuerza de cien titanes. Dos policías, intentando arenas movedizas donde dejarse caer. Es el pánico. Ahora es mío mientras una a una los destellos, cumpleaños, casas de jardín noble. Relojes que suben y bajan con sueños de estructura leal.
Aquí y ahora extraño a los nenes, relatos para sacudirse entre juegos. Pantallas para la ternura. Que necesito. Que, quizá, guarde en mi fuente, para recordar que todo se crea, se sostiene y luego, se transforma. Deambulo en este horario. Más temprano, numerosas las máscaras, los barbijos, los pañuelos. Son más fuertes que la discriminación que pueda alcanzar. Lo que me pertenece y lo que no. Emociones y vidas. Siendo un Zombie Nivel 5. En fila, sin agregado alguno más que la tristeza de saberme allanado. Y el grito. El grito es mío.
Cada barbijo conserva su historia. Su esperanza.
La polilla y la aspiradora
La fea verdad, diría Michael Moore. La fea verdad del piso
de alfombra, que se descubre en un campo minado, como si vampiros y hombres
lobos estuviesen con humor de sangre. Podría encontrar el tesoro de una isla de
Lovecraft. Podría encontrar baldosas por debajo pidiendo a gritos líderes que
liberen. Un alfombra celeste en tan absurda como aquella casa de paja.
Mi pelo se quiebra hace tiempo. Pelos invasores. Pelos
comensales de hilos celestes. Cenizas que sí manchan. Se presentan como diosas desquiciadas en reto
con doncellas. Algún que otro descuido de colillas silenciosas, venturosas por
no convertirse en brasas. Comida pariendo migas. Migas que no recuerdo su
origen. Al igual que los escarbadientes. Son sólo cinco.
Pequeños bollitos de María. Que tal vez podré juntar y darme
dignidad de humo dulce. Marcas de zapatillas frente a una aspiradora que se
sentirá inútil. O no. No lo sé. Mi aspiradora está rota. Esta, antigua y fea,
como un robot diseñado por prisa y aburrimiento, me la prestó mi vecina. Una
anciana delgada y pequeña. De ojos hondos y marrones. Con quien me saludo
solamente. Y sin embargo, he recurrido a ella con la verborragia de un
desesperado en fea verdad.
Es potente. Es veloz. Con la capacidad de tragar cada uno de
mis olvidos, cada una de mis omisiones. Su boca es ancha, lo que hace a mi
odisea más frágil. Pero el comedor es amplio. Y estoy cansado. Aburrido. Succiona
este aparato, parece vivo, semejante a una salamandra cuando el fuego comienza
y las llamas se retuercen armoniosas entre tambores. Aún así, su voz es
insoportable. Extraña. La percibo como una risa que va fundiéndose en el
viento.
Continúo. Faltan varios metros. Cúbicos, para aplacar una
tarea insoportable. Un vaso de vino corto. Con la suerte de quien tira a los
dados y es desterrado por un 2. Poco se nota. Entre la diversidad de manchas. De
dados cúbicos. A esta altura, no me importa. Y nunca me importará, hasta que se
termine el contrato de mi alquiler y otra vez, la pesadilla de inmobiliarias. Demonios
de cien cuernos. Preparados para el ataque cuando mi pie se evapore en el palier.
Ya casi. La aspiradora en voz baja pero sigue riendo. Semejante
a la risa de mi vecina. Quizá es un clon aspiradora. Un clon que me es útil.
Despedidas de aquello tragado por el aparato, cuando noches y días de un
Saturno perezoso. De manos y mandíbula que tiemblan por el litio. No soy
culpable de nada a fin de cuentas. Tampoco soy culpable de mis desequilibrios. Pero
soy bendito en un péndulo de frecuencia histérica, donde la alegría, donde el
dolor, hacia paraíso o hacia hades; con la intensidad de quien camina siempre sobre
la cuerda. Intensidad.
Un corto espacio cerca de la puerta principal. El final de
un cuento sin melosos ni villanos. Una aspiradora que protagoniza, mientras yo
dirijo la obra. Pienso, los aplausos valen tanto como una zanahoria que no
llegará jamás. Cuando termine. Cuando el celeste renazca, agradecido. Luego, de
ser consumido por mi memoria de Jurassic Park, de mosquito atrapado en laboratorio.
Unos cuantos pelos sigilosos, tratando de esconderse entre fibras
sintéticas. Ni tan altas ni tan bajas. Fibras cuyo material tal vez nazcan por
la sangre de la Pachamama. Unos pequeños papeles, los que me dan para cada
turno en el hospital. Mientras espero, preguntándome cómo han de ser los
péndulos y las voces de mis hermanos. Ya fui convocado al encierro, nadie jamás
podrá negarme las revelaciones que el Padre me otorgó. Delirio místico, brote
psicótico, cerrados en hueso de libros, pero latiendo en genuina vivencia.
Más chico el espacio que aún me resta. Vacío, un carnaval sin
plumas ni público ni lunas fértiles. Pero algo diminuto. Marrón claro. Inerte.
Una polilla. Desafortunada tal vez por las luces. Nunca por mis manos. Lamento
sus alas con el movimiento propio de la muerte y la desolación. Pienso
enterrarla en la tierra de una de mis plantas. Antes que eso, antes que pueda.
La aspiradora arremete con su hábil succionar. Y ya no existe la polilla. Se
trata de olvido, de Arcano sin nombre. De reencarnaciones cuando quisiera ser
una mariposa, un árbol. Ninguna teoría es capaz de negarme mis próximas vidas.
Abro la bolsa. El aparato en silencio, de mejor respuesta
para amantes cobardes. Es difícil encontrarla, mi basura ha sepultado su carne.
Lo intento. La tierra todo lo transmuta y la está esperando. Suaves mis dedos
en el temor de agrietar el misterio de la polilla. Siento algo. No es miga,
papel, maría. Es ella. Salto cayendo al suelo. Me mordió. Con la fuerza de una
esfinge impaciente. Siento miedo. Siento la necesidad de pedir ayuda a mi
vecina.
La bolsa es abierta por mi curiosidad. Algo sale
rápidamente, tanto que no recibir qué es. No es la polilla. Ahora me doy
cuenta. Es blanco. Con rapidez escapa de la aspiradora y va creciendo. Hasta hacerse
gigantesco. Toneladas volando que salen por mi ventanal. Urgente mi
contemplación. Voraz para descubrirme con ojos gordos. Un caballo ha crecido
desde que abrí la bolsa. Un caballo blanco. Un caballo con un cuerno en la
cabeza. Un caballo alado. Un caballo que ha sido polilla y ahora, reencarna en
un unicornio.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)