Mata Hari

Nariz filosa. Ojos oscuros. Labios gruesos. Melena negra. Piernas robustas. Pechos soberbios. Piel aceituna. 
La habitación iluminada por un pequeño candelabro de plata. El coronel fuma un cigarro largo que parece no terminar nunca. Un grueso telón de terciopelo negro espera ser abierto para la bailarina y cortesana más famosa y deseada de París. Desde el fonógrafo comienza la Danza de los Siete Velos. 

Las luces se encienden. Se abre el telón. Mata Hari cubierta de telas vaporosas y pequeñas perlas de colores. Es su pelvis desgajando el primer velo. Naranja. Los brazos arriba, las manos dibujando círculos precisos. Gira y gira y gira. Es una serpiente hipnotizada por la música. Cae el velo azul. Un corpiño plateado se enciende. Su cara hacia atrás, ojos chispeantes, verde en el piso. Vientre desnudo, bamboleante. De un lado al otro, pisando el espacio como si las maderas fuesen nubes. Desde su cintura cae el velo amarillo. Se agacha. Violeta y blanco en sus brazos, parecen banderas que van y vienen, que ocultan su rostro y luego lo muestran fatal y misterioso. Su cadera tiembla, todo es rojo. Se acuesta sobre el piso. Levanta los brazos. Se reintegra despacio sin dejar de mover su vientre sacralizado. Sus costillas juegan por detrás del último velo. Rojo. Hasta que cae. 

La música termina.

Mata Hari camina sigilosa. Se sienta sobre las rodillas del coronel. Le quita el cigarrillo y da una bocanada profunda, exhala pesadamente. Abre la boca. Los colmillos son gigantescos, sorpresivos para el hombre que deja caer la copa y cierra los ojos.

Mata Hari se levanta. Empuja el cuerpo hacia el suelo. Camina lento, limpiándose la sangre. Recoge delicadamente, uno a uno, los siete velos. 



Publicado en la Revista Digital MiNatura Nro. 133: