Molestia. Algo en el oído.
Extrañamente, cada tanto, destila un aroma envolvente y dulce. Por momentos
duele, en un movimiento circular, frenético. Las inspecciones no revelan nada
fuera de lo usual. Siempre el mismo oído, limpio y algo brilloso. Contrario a
las indicaciones del médico, arremete con fuerza, sintiendo la presión de sus
uñas. Un desprendimiento pegajoso le hace inclinar la cabeza, luego una caída apenas
audible. Su oreja es otra y ahora sabe por qué. Una mujer del tamaño de una uña
corre asustada de un lado a otro, tentando el abismo. Él atento al aire que
entra por su nariz y sale por su boca; imagina que sus pies se transforman en
raíces y crecen hasta cubrirlo más allá de su cabeza. No es una alucinación
pues la toca y la mujer pequeña no desaparece. Sin embargo desconoce su
naturaleza. Hija del aire, silfo; hija del fuego, salamandra; del agua, ondina;
de la tierra, gnomo o de las divinidades, ninfa. Ella golpea con los puños la madera, sus brazos
parecen banderas consagradas al viento, configuran una danza primitiva. El ríe,
inyectado de ternura. Contemplativo. Ahora con una lupa para no perder detalle
alguno. Pelo rojizo y ensortijado, que cae en mechones infantiles sobre su cara
angulosa. Ojos hondos, tan curiosos que aun en diminuto tamaño sobresalen. Sin
ser consciente de su desnudez, como una Eva recién despierta al paraíso, arroja
modos pronunciados que resaltan sus partes más profundas. Cansada, se sienta
con las piernas abiertas y las manos sobre las rodillas. Bosteza. Él la sube a
su palma, la lleva a la habitación. Ocupa su lado de la cama y la deja a unos
centímetros, acostada. Boca entreabierta, pechos suaves, caderas manzana,
piernas flamenco. Totalidad intensa y peligrosa, cuyas figuras que él recorta
se asemejan a truenos, expectantes por el fulgor y la bendición de Zeus. La
yema de su meñique la acaricia como puede. No quiere despertarla pero quiere
que despierte. Ella abre los ojos. Le sonríe. Como Apolo avanzando con su arco,
ella avanza con sus dedos pincel, dibuja círculos en la sensual cuenca que
inicia el esternón. Elige sus pezones como el origen de los arabescos que se
expanden y la completan. Le comparte su espalda y su cola. Él envuelve el
frágil cuello con un hilo negro y ejerce presión. Ella, morada y jadeante,
responde con la inmensidad de su boca salvaje. Desgarrado, ardiente, la
humedece con su lengua. Siente el galope de su sangre, la ansiedad de su sexo.
Desliza una aguja sobre la piel joven, filo que enrojece pero no hiere; labios
apretados, complacidos. Sin dejar el juego ella se entrega a la dureza, al
vaivén que pronto estallará, sobre ellos, sobre la historia, sobre lo
imposible. Siendo la aguja entra en ella, la penetra, la sacude y ella
corresponde, aferrada al acero. Entonces el mándala, desigual pero completo, un
centro rojo y femenino, final como esa tarde.
Fotografía de Irving Penn.