Acarició la espalda joven. Uno a uno fue desarmando los
amarres del corsé. Ella, con los ojos cerrados, la boca apenas abierta,
exhalando aún al Fantasma. Bajó la enagua. Le sacó los zapatos. La inmensidad de su
desnudez lo hizo apretar la máscara blanca, que cubría la mitad de su cara.
Jugó con un pezón. Luego atravesó con los dedos su vagina. Ella comenzó a
desvestirlo. Cuando quiso sacarle la máscara él se dio vuelta,
violentamente. Ella se alejó unos pasos. En esa oscuridad embriagada de velas se
dirigió al espejo. Observó las máscaras y los antifaces, enmarcados en un telón
de terciopelo rojo. Se colocó uno negro. Volvió a él. Ya salvajes, sus lenguas se chocaron,
dibujaron círculos, entraron y salieron con velocidad, saliva revuelta en labios
con la certeza de pequeños puntos de sangre. La agarró de la mano. La acostó en
la pequeña barca. Acarició la nuca delicada, con modos femeninos, que hicieron que Chistine se balancease arriba. La punzada profunda, el desgarro sin punto de retorno. El vaivén de una
mujer que por primera vez se refugiaba en un haz de un sol atado por las
sombras. El misterioso ser que vivía al igual que un Hades solitario. Triunfante
rey agazapado en el Teatro. En su reino, inframundo, de candelabros y pinturas
y esculturas y un enorme clavicornio. Compositor, arquitecto, ilusionista, cantor. Las
manos entrelazadas, ya calientes, ya una sola. Una vuelta, dos latidos
configurando otro desgarro. Gotas que
combinan aromas y provocan nuevas formas. Él le apretó la cintura, después la cola. Sin dejar de contemplar la cuenca entre los omóplatos. Y quiso ver sus ojos, todavía temerosos, pensó
Erik. Pero cuando los vio, sintió la misma fascinación que cuando la escuchó
cantar por primera vez. Mi ángel de la música, le susurró al oído, húmedo,
jugado por sus dientes. Mi ángel de la música, respondió Christine. Y le sacó la máscara. La fealdad se transformó
en un movimiento circular, apretado, hondo. Besó la
bestialidad del Fantasma excluido por el mundo. Pero el mundo, ahora, eran
ellos. Se sacó el antifaz negro. Se mezcló con su cuello. Él
correspondió con la dureza de su boca, configurando rojos que ella sintió como
filos. Defensas que defienden el terreno conquistado por la Música de la
Noche. El Fantasma de la Ópera es la claridad
en la carne de Christine.
La aguja
Molestia. Algo en el oído.
Extrañamente, cada tanto, destila un aroma envolvente y dulce. Por momentos
duele, en un movimiento circular, frenético. Las inspecciones no revelan nada
fuera de lo usual. Siempre el mismo oído, limpio y algo brilloso. Contrario a
las indicaciones del médico, arremete con fuerza, sintiendo la presión de sus
uñas. Un desprendimiento pegajoso le hace inclinar la cabeza, luego una caída apenas
audible. Su oreja es otra y ahora sabe por qué. Una mujer del tamaño de una uña
corre asustada de un lado a otro, tentando el abismo. Él atento al aire que
entra por su nariz y sale por su boca; imagina que sus pies se transforman en
raíces y crecen hasta cubrirlo más allá de su cabeza. No es una alucinación
pues la toca y la mujer pequeña no desaparece. Sin embargo desconoce su
naturaleza. Hija del aire, silfo; hija del fuego, salamandra; del agua, ondina;
de la tierra, gnomo o de las divinidades, ninfa. Ella golpea con los puños la madera, sus brazos
parecen banderas consagradas al viento, configuran una danza primitiva. El ríe,
inyectado de ternura. Contemplativo. Ahora con una lupa para no perder detalle
alguno. Pelo rojizo y ensortijado, que cae en mechones infantiles sobre su cara
angulosa. Ojos hondos, tan curiosos que aun en diminuto tamaño sobresalen. Sin
ser consciente de su desnudez, como una Eva recién despierta al paraíso, arroja
modos pronunciados que resaltan sus partes más profundas. Cansada, se sienta
con las piernas abiertas y las manos sobre las rodillas. Bosteza. Él la sube a
su palma, la lleva a la habitación. Ocupa su lado de la cama y la deja a unos
centímetros, acostada. Boca entreabierta, pechos suaves, caderas manzana,
piernas flamenco. Totalidad intensa y peligrosa, cuyas figuras que él recorta
se asemejan a truenos, expectantes por el fulgor y la bendición de Zeus. La
yema de su meñique la acaricia como puede. No quiere despertarla pero quiere
que despierte. Ella abre los ojos. Le sonríe. Como Apolo avanzando con su arco,
ella avanza con sus dedos pincel, dibuja círculos en la sensual cuenca que
inicia el esternón. Elige sus pezones como el origen de los arabescos que se
expanden y la completan. Le comparte su espalda y su cola. Él envuelve el
frágil cuello con un hilo negro y ejerce presión. Ella, morada y jadeante,
responde con la inmensidad de su boca salvaje. Desgarrado, ardiente, la
humedece con su lengua. Siente el galope de su sangre, la ansiedad de su sexo.
Desliza una aguja sobre la piel joven, filo que enrojece pero no hiere; labios
apretados, complacidos. Sin dejar el juego ella se entrega a la dureza, al
vaivén que pronto estallará, sobre ellos, sobre la historia, sobre lo
imposible. Siendo la aguja entra en ella, la penetra, la sacude y ella
corresponde, aferrada al acero. Entonces el mándala, desigual pero completo, un
centro rojo y femenino, final como esa tarde.
Fotografía de Irving Penn.
Mata Hari
Nariz filosa. Ojos oscuros. Labios gruesos. Melena negra.
Piernas robustas. Pechos soberbios. Piel aceituna.
La habitación iluminada por un pequeño candelabro de plata.
El coronel fuma un cigarro largo que parece no terminar nunca.
Un grueso telón de terciopelo negro espera ser abierto para la bailarina y
cortesana más famosa y deseada de París. Desde el fonógrafo comienza la Danza de los Siete Velos.
Las luces se encienden. Se abre el telón. Mata Hari cubierta de telas vaporosas y pequeñas perlas de colores. Es su pelvis desgajando el primer velo. Naranja. Los brazos arriba, las manos dibujando círculos precisos. Gira y gira y gira. Es una serpiente hipnotizada por la música. Cae el velo azul. Un corpiño plateado se enciende. Su cara hacia atrás, ojos chispeantes, verde en el piso. Vientre desnudo, bamboleante. De un lado al otro, pisando el espacio como si las maderas fuesen nubes. Desde su cintura cae el velo amarillo. Se agacha. Violeta y blanco en sus brazos, parecen banderas que van y vienen, que ocultan su rostro y luego lo muestran fatal y misterioso. Su cadera tiembla, todo es rojo. Se acuesta sobre el piso. Levanta los brazos. Se reintegra despacio sin dejar de mover su vientre sacralizado. Sus costillas juegan por detrás del último velo. Rojo. Hasta que cae.
La música termina.
Las luces se encienden. Se abre el telón. Mata Hari cubierta de telas vaporosas y pequeñas perlas de colores. Es su pelvis desgajando el primer velo. Naranja. Los brazos arriba, las manos dibujando círculos precisos. Gira y gira y gira. Es una serpiente hipnotizada por la música. Cae el velo azul. Un corpiño plateado se enciende. Su cara hacia atrás, ojos chispeantes, verde en el piso. Vientre desnudo, bamboleante. De un lado al otro, pisando el espacio como si las maderas fuesen nubes. Desde su cintura cae el velo amarillo. Se agacha. Violeta y blanco en sus brazos, parecen banderas que van y vienen, que ocultan su rostro y luego lo muestran fatal y misterioso. Su cadera tiembla, todo es rojo. Se acuesta sobre el piso. Levanta los brazos. Se reintegra despacio sin dejar de mover su vientre sacralizado. Sus costillas juegan por detrás del último velo. Rojo. Hasta que cae.
La música termina.
Mata Hari camina sigilosa. Se sienta sobre las
rodillas del coronel. Le quita el cigarrillo y da una bocanada profunda, exhala
pesadamente. Abre la boca. Los colmillos son gigantescos, sorpresivos
para el hombre que deja caer la copa y cierra los ojos.
Mata Hari se levanta. Empuja el cuerpo hacia el suelo.
Camina lento, limpiándose la sangre. Recoge delicadamente, uno a uno, los siete
velos.
Publicado
en la Revista Digital
MiNatura Nro. 133:
Fiesta de compadres
Argentina,
Jujuy, Valle Grande. Donde los chicos juegan en una cascada. Un cóndor saluda
al mediodía, otro por la tarde. Alrededor ya no es selva. Un solo teléfono, sus
pobladores esperan. Por la noche se preparan: víspera de Carnaval. Un club
pequeño, grande en sus mujeres. Collar de queso sobre algunos hombres, los
compadres. Y bailar como si el mundo no existiera, o mejor dicho, bailar porque
el mundo existe.
La oreja
Con un gesto delicado abrió su mano. La sangre se desparramó. Ella
lo miró con ojos inquisidores. Hundió sus manos en la espesa cabellera gris,
seca. Se dio vuelta, mostró su espalda, cansada de alquiler. Se acostó sobre la
cama. Él pasó su oreja a la otra mano. La observó como se contempla una gema
preciosa. Soy el torero y el toro, dijo y volvió a ofrecérsela. Ella
fingió no escucharlo. Él se acercó despacio. Empezó a temblar. Pañuelo rojo,
mojado, delineando su cabeza. Empezó a llorar. Ella se levantó y lo miró
fríamente. No entiendo, le dijo. Lloró entonces con más fuerza el joven
pintor. Tocó su corazón a palmadas en un intento de que la mujer
comprendiese. La noche se desparramaba desde la única ventana de la
pequeña habitación de burdel. Las paredes tristes contemplaban el único
cuadro, una familia comiendo en la penumbra. Te amo, dijo. Eres mi mujer, te
sigo donde sea. Balbuceó otras promesas y se dejó caer pesado sobre una
silla destartalada. Después de unos minutos ella abrió la puerta con furia
y le indicó el afuera. Un afuera donde la luna, una moneda ondulante, sin
brillo, en su cabeza. Un nuevo padecimiento llegó a los huesos del enamorado, Vincent
Van Gogh.
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