Todas las casas, departamentos, pensiones que conocí y conozco tienen cinco relojes.
Ellos
nos marcan los horarios de desayuno y salida al trabajo. El horario de preparar
la cena. El horario de comerla. De nueve a once se puede mirar una serie o una película,
algunos eligen leer o mejor dicho, siempre es depende. Y once y media:
acostarnos.
No
es tan sencillo como un hilo regalado para salir del laberinto. A veces
remoloneo en la cama sin poder cerrar los ojos. Pensamientos en forma de
visiones sobre el desayuno, los chusmeríos de la oficina, mi soledad, algunos
amigos. Noches en las que duermo poco y, posiblemente, se note en el trabajo,
al igual que todos nos notamos entre sí por las horas faltantes de sueño e incluso
el insomnio.
Una
vez le pregunté a una empleada de un local de ropa. Ellas vivían con más
relojes. Los obreros, algunos pero la mayoría en la jornada. Los vendedores
ambulantes y manteros fueron reprimidos y segregados por la policía de la
Ciudad. Anteriormente, los relojes los habían colocado en sus muñecas.
El
sistema comenzó a implementarse en 2017. Unos pocos estaban contentos,
sonrientes, satisfechos. A ellos y ellas debido a sus barrios y ocupaciones no
les tocaban artefactos. Mejor decir, son quienes manejan esos objetos como
quieren. Aún hoy. 2019.
De
romper o romperse un reloj, el técnico amanece con la velocidad de un
estornudo. Pues ninguno puede faltar ni fallar. Al menos en lo que a mi casa y labores
respecta. Los técnicos también cargan con sus relojes hogareños, quizá por eso
las ojeras, los mentones derramados, los ojos como agujas.
Dicen
que Chronos, el Dios del Tiempo, llevaba un reloj de arena. Y una guadaña.
Griego para recordarnos, tal vez, que el único tiempo es el que se acerca a la
muerte. Los nuestros son electrónicos. Antes, cuando las manecillas, se podían
alterar en beneficio del ritmo circadiano.
Pero
ahora sólo son una pequeña máquina rectangular, gris, como cuando las nubes
invaden para diluirse en lluvia. No hay posibilidad de sonidos particulares.
Los habitantes integrados en el Programa Rectificación Temporal no podemos
cambiar el estallido de ruidos chispeantes por una melodía. Quizá un amanecer
más tranquilo, suave, como las hojas aterciopeladas de ciertos árboles.
A
veces duermo bien, pocas veces, pues el cansancio es salvaje como un trueno
cercano, amenazante. Que se asume veloz en mi cuerpo y me bendice con el sueño.
Lo pienso como un Morfeo llevándome desnuda en sus brazos, espantando
pesadillas y ensoñaciones baratas.
La
celda es tan pequeña como la triste suerte de una ninfa, cambiando su tamaño
para escapar de Apolo. Mis manos sangran manchando el camisón. También me duele
la cara, sé de algunos rasguños que hice sin manifiesto de Bonnie and Clyde. Los
relojes sonaban al mismo tiempo que rompía cada uno de ellos. Lo hice con las
manos. Con la presión de mis dedos. La intensión de mis uñas. La rebeldía por
cinco putos relojes que controlan mi existencia.
No
sé qué pasará ahora. Supongo que un Juicio. Me importa tanto como los cinco que
acabo de destruir. Porque el interés es de mi próxima siesta. Acá no hay
relojes.