Tiene la cursi forma de un corazón. Rosa. El color que más detesto. Desde chica. Desde siempre. Le agradezco con un beso migaja. Los cuernos no se arreglan con bombones. Los cuernos, generalmente, nunca se arreglan.
Él lo intenta con la torpeza
de un comodín roto. Usual. Las flores. El peluche. La carta para una redención
como una intravenosa intoxicando. Poca imaginación en un hombre que supo
ocultar como un detective noir. Poca imaginación en un hombre que dejó encendida
su notebook y su correo abierto.
Lo dejo en la puerta.
Agradezco con mirada huidiza. Entro en casa.
Pedro Gato observa el corazón.
Se esconde debajo de la mesa. Es la misma actitud que ajusta cuando viene una
amiga, cuya empatía es nula. Los gatos saben. Los gatos intuyen. Los gatos
protegen. Será porque es una caja horrorosa. Será que viene de él.
Fabio es divertido, con ese
entrenamiento que te hace ver las barajas ganadoras. Jamás humor barato. Ríe
cuando ve el corazón. Palmea mi espalda como quien palmea para decir: esto
también pasará. Al menos son artesanales, parece. Dice con la extravagancia de
un nene a comprar caramelos y gomitas. Sin embargo, no llevan marca, rótulo o
lo que fuese.
¿Estarán vencidos?, digo.
Bueno, probemos uno y si nos resulta rancio… ya sabemos… dice Fabio. Igual son
cuatro nada más. Rata, pienso sobre mi exmonstruo.
Va el primer bombón. Para
ambos. Mientras lo como me doy cuenta que tiene algo: ¡ha de ser un muñequito!
Fabio escupe como quien es visto por los ojos del desagrado. Y sí, son dos
pequeños muñequitos. No están pintados sino que son grises. Parecen dos chicos,
muy pequeños. El mío carga con una bolsa capaz de inyectarle veneno en los
huesos, amplia, gorda, alta.
El muñequito de Fabio también
es un nene. Que maniobra unos palos gigantes. Numerosos. Atractivos para quien
no es pulverizado con sed y hambre. Intuyo. Se notan muy pesados. Su tamaño es
similar a la estatura del chico.
No estoy segura si quiero más
muñequitos, pero la curiosidad da siete vidas al gato, tal vez, para que
conozca y entienda y maúlle. No lo sé. El chocolate es pegajoso como la humedad
de Buenos Aires, como la incógnita de que vendrá después. Es muy pequeña. La
figura es más elaborada pues hay parte de un árbol, cuyos frutos, gigantescos,
son cortados por un machete que la nena empuña.
Fabio me muestra el suyo. También gris. También doliente. No hay gestos en las caras. No hay absolutamente nada. No parece un pequeñito sino una canasta que es casi igual a su tamaño, a su cuerpo. Me toca a mí. Sí, estoy dispuesta. Este está pintado. Es un fruto. Color naranja con tintes verdes. Es el fruto del cacao. Maúllo.