Sentada en el sofá. Fuma. Cada tanto
observa a través de la ventana, el cuerpo de Mara y Mora moviéndose como un
resorte y el perro que las sigue como una sombra esbelta y peluda.
Mira la puerta. Sale. La tarde le pega en
la cara. El pasto está húmedo. Mara y Mora se mueven más despacio. El perro
saca la lengua acostado sobre las flores.
Les da un beso. Las tapa. El cuerpo tose, casi
dormido. Es una tos seca, compacta, que se repite primero por Mara, después por
Mora. Es el cuerpo que se habla y se contesta, el par de brazos, el par de
piernas, el mismo torso y la cara de Mara y la cara de Mora. Separadas desde el
cuello, liberadas apenas por dos cabezas frágiles y rubias.
Cierra la puerta con llave. Se tira en la cama. Sabe que Blanca es suficiente,
por algo le paga. Blanca está más cerca, llega en seguida cuando el cuerpo
delira o se asfixia o tose perpetuamente o se mueve tan fuerte, tan rápido que
siente en las paredes los golpes, el temblor como una onda de agua, que se
expande, que la trae hasta la oscuridad de esa casa, hasta las caras deformes
que ríen al mismo tiempo, que babean con la misma intensidad y que se vuelven
azules con la almohada.
Esta noche se les da por llorar. Y
entonces abre el cajón de la mesa, saca el espejo redondo, se mira. Gira el
espejo. Comprueba el vacío que hay después de cada imagen de sí misma. Se
acaricia la panza, que late en un costado, porque està creciendo. Escucha los
pasos de Blanca. Se duerme.
Blanca siempre pierde en los dados.
Ella sonríe y se guarda los billetes en la cigarrera de plata. Las mujeres
pequeñas terminan el vino. Se bajan de la silla y parece que rebotan cuando
caen, con esas piernas macizas y cortas que no funcionan si la silla es alta y
el piso de alfombra. La joven pelirroja también se despide. Se inclina
elegante, se vuelve una altura aceptable y baja la cabeza cuando cruza la
puerta del comedor. La mujer y su barba también se despiden con cortesía y la
sonrisa gorda, habitual de los domingos de póker y dados.
Cuando todas se han ido Blanca inicia el
ritual. Se saca los zapatos. Enciende el incienso. Se acuesta, entre la mesa y
el sofá, canta. Las chicas la escuchan en silencio, sentadas, los ojos cerrados.
Entonces ella se desnuda, se sienta en una punta, con las piernas cruzadas como
un Buda, una mano en la panza, escucha la risa de Blanca, las palmas del
cuerpo, la cola del perro contra el vidrio y entonces se mueve, se hamaca y se
ríe, porque también está riendo el cuerpo.
Fotografìa de Imogen Cunningham