No vives de ensaladas

Siempre reí, burlas de quien no quiere la cosa o, mejor dicho, de quien, tal vez, le teme a la cosa. El “observo” fantasmas de reojo, en vestimenta de sombra, lo he escuchado muchas veces. Nunca supe lo que era. Nunca investigué. Aunque me dieron varias versiones. Fantasma, cascarón astral, égregor y demás chucherías de vaso medio vacío. Odres nuevas colmadas de agua, que luego serán vino cuando escuche una nueva historia. Cuando cierre los ojos y diagnostique al paciente algún veneno legal para aquietar visiones. Pero no soy psiquiatra. No soy farmacéutica. No soy creyente de espíritus paridos por humanos. 

El ascensor es lento. Vivo en el cuarto piso, departamento doce. Sí, lo sé. Las doce tribus de Israel, los doce apóstoles, los doce signos del zodíaco, doce como idea de ciclo cerrado. Sólo creo en ciclos. En espirales donde no puedo salir. Romances con boca silenciosa. Romances entre callejones. Romances submarinos. Pero, a pesar de mesetas y acantilados y montañas no confío en la terapia. Puedo arribar a mis valles sola. 

Lento. Arriba los números de los pisos que recorre. Lento, como una tortuga que jamás ganó al conejo. El edificio, en sus huesos, se asemeja a la manzana que Blancanieves comió. Por fuera, luce bello. Cruzando la puerta, pareciera que los años sesenta invaden. No precisamente por los hippies sino por los otros, los serios, quienes van muriendo minuto a minuto. Sin que lo sepan.

Llega. Abro la puerta por inercia, como ciega sin caer aún en el pozo. Abro la puerta de rejas. Mi visión se abre como un terreno maldecido por uvas. Podridas. Es un gallo. Mi boca, semejante a un chispazo de morfina, no se mueve en dirección de aullido. La caída es voraz. Bestial cuando me doy cuenta de que el pollo tiene un brazalete igual al que yo llevo, en una pata. Cierro la puerta. Inspiro y exhalo. Pocos minutos, el cigarrillo puede más que cualquier turbulencia. 

El ascensor sube. Vuelvo a apretar el botón para que aterrice en mi mundo. Mundo con una dimensión escandalosa donde tiempo-espacio ya no representan nada. La fuerza de gravedad me sostiene pero no sostiene el hecho de lo que acabo de ver. Abro la puerta, luego la de rejas. Con ojos cerrados. Mi coraje quizá quedó en el brazalete del gallo, del mío. Un cerdo. Incapaz de ocultar mi prendedor en su oreja. Prendedor con forma de mi amado perro. Cada biju es repetida por cada animal. Como si yo misma perteneciera a cada pollo, a cada chancho. 

Sube y baja el ascensor, al igual que mi estado anímico, y no puedo bajarme. Estoy en una tempestad donde la balsa es ocupada solamente por mí. Las olas gimen para más terror. Mis brazos son abiertos a la Luna. Mi única creencia es en ella. Madre Cósmica, le llama Jodorowsky. La Luna protege y oculta. A la vez que revela el peligro que amenaza en el estanque.  Un cangrejo iluminado por su piel. Calibre para definición. A puertas abiertas;  ella me asusta. Una vaca con cadena y dije en su hocico. Mientras, en competencia vulgar, admito que es la misma cadena y el mismo dije que se acostumbraron a mi cuello. Cierro las puertas. 

Verdades o medias verdades. Alucinación o venganza. Escalera y no más sorpresas de seres que no conozco y nunca conoceré. O mejor dicho, los conozco de otra forma. En platos y fuentes y braseros. 

Aterrada, subo los escalones, como cuando el sol despierta sin su hijo Faetón. Mis llaves se alborotan por el temblor de mis manos. Consigo entrar. Y en el comedor, todos. El pollo, el chancho, la vaca. También ranas, peces, serpientes, moluscos, langostas, y más. Conejos, ranas, ovejas. Custodiados por un yaguareté. No vives de ensalada, le cantaba a un amigo vegetariano. No viviré mucho tiempo, me digo.