Juego a vestir princesas online

Juego a vestir princesas online. Cada noche. Rato antes de que la medicación me envíe hacia sueños o pesadillas que no recuerdo. Pero que en vigilia invaden como imágenes insólitas. Tal vez, es porque juego mucho a las princesas. Tal vez, sueño con ellas. Aparentemente, son las princesas de Disney pero no lo son. Una copia barata como quien hace poemas con palabras plagiadas cuando escucha charlas ajenas. Y no lo admite.  

Mientras, la cerveza negra y el tabaco. Mientras, la soledad. Hago mucho por la mañana y por la tarde. Y es por la noche cuando ya no puedo pensar. Por eso, visito juegosdivertidos.com y visto princesas.

Los que más me gustan son: uno de hadas y otro de ángeles, siempre princesas, siempre. En contra de la cosificación, a favor de contradicciones cuando las melenas rubias, las cinturas breves, la delgadez, la piel blanca como montaña. Todo es blanco. También me ocupo de juegos donde las princesas se casan.

Mi rutina nocturna que se abre en hipnotismo y mujeres como objetos: para mujeres, como yo. Quien no se contradice no está, realmente, vivo. O tal vez, no está aprendiendo a discernir. Qué sé yo. Solamente sé, en este momento, aburrimiento avanza como un mago triunfador en su carro, con corona y cetro, sabiendo qué menguar y qué crecer de sí mismo.

Debería terminar con los juegos. Mi departamento escupe limpieza. La silla que uso es tan cómoda como un Emperador en circo romano. Negra, útil, para que espalda y/o cintura no reclamen presencia histérica. La noteboock es nueva, le llamo Azucena. Pues hasta la creación de un ser humano carga su energía y merece su nombre. En la otra compu se me cayó un vaso de vino y mi gran disposición fue tirarle arroz en el teclado: para que seque. Fin de la historia y de la not. Se llamaba Angel of the Music, por el Fantasma de la Ópera.

La ventana es ágil para atrapar el poco viento que el verano define. Aire cuyo carácter cae sobre mi cuerpo. Sobre Peter Tosh. Sobre vacíos y pensamientos que no tengo. Cuando juego a vestir a las princesas.

La primera sería yo como protagonista que debe ayudar a las hadas para vencer al hada maligna. Elijo un vestido negro, largo, un tajo en el medio, bordado de lentejuelas el pecho. Elijo el pelo negro y corto, yo misma así lo tengo, así me siento más compinche e idiota del personaje estelar. Aros imperceptibles, plateados como la Luna. Zapatos de tacón azules, para cortar el negro. Sonrisa mediana y un abismo de ojos oscuros.  

Al clic para embarcar al otro nivel. Mi pecho no es el mismo. Está bordado con lentejuelas. Negras. Largo. Tajo en el medio. Toco mis orejas: aros imperceptibles. Zapatos, que nunca usaría, de tacón azules. Las paredes naranjas del comedor me miran como quien quiere la cosa aún más extraña, en esa peculiaridad que buscan locos y artistas. A los locos les sale mejor. El escritorio ha de enmudecer, salvajemente. El sofá blanco me observa en búsqueda de perdón y de neuronas. Ahora tengo que tirar los dados del juego.

Cambio. Nivel dos. La primer hada. No puedo cambiarla sino elegir su vestuario. Es rubia, bellísima, lo suficiente para que me sienta una mierda. Vestimenta colorida y corta. Falda rosa, el color que odio, pecho verde con puntillas, antebrazos de una suerte de guantes blancos y transparentes, exuberantes los aros y el collar, zapatos decorados con hojitas de otoño. Y la varita, tan horrible que Merlín estaría proponiendo una espada para filo de mis huesos. Pues la visto fea a propósito. Y en este momento, estoy vestida igual que el hada rubia.

Me apuro. Nivel tres. La Reina del Bosque. Más rubia que la anterior mujercita. Pelo forjado en una cola de caballo. Además de todo lo que hice con el hada anterior: elijo las orejas de elfo. Sauron ha de estar complacido. Yo no. Porque estoy vestida exactamente igual que la joven online. Rápido.

Nivel cuatro. El hada mala que quiere ser buena. Seguirá siendo mala. Pues el vestido negro. Pero lo que más la asienta son las alas negras, su varita negra, todo es negro para el hada que se culpa por pecados celestes. Renunciando a su naturaleza. Y como era de esperar, la pesadilla: estoy vestida igual.

Nivel cinco. Llega mi momento. Lucharé con el hada mala, que por cierto, lleva la piel más morena que cualquiera de sus rivales y el pelo igual que yo. No trata de una contienda. Sino de vestir a mi personaje, a mí misma. Y esta vez, elegiré lo mismo con lo que me vestí anteriormente. El negro, el azul, lo imperceptible. Alas violetas. La mejor varita: azul, desprendiendo brillos celestes con mi estrella amada de seis puntas. Pantalla de vencedora. Me toco. Me observo. Estoy desnuda. 

 

 

-Cualquier parecido con la realidad: es verdad-




No vives de ensaladas

Siempre reí, burlas de quien no quiere la cosa o, mejor dicho, de quien, tal vez, le teme a la cosa. El “observo” fantasmas de reojo, en vestimenta de sombra, lo he escuchado muchas veces. Nunca supe lo que era. Nunca investigué. Aunque me dieron varias versiones. Fantasma, cascarón astral, égregor y demás chucherías de vaso medio vacío. Odres nuevas colmadas de agua, que luego serán vino cuando escuche una nueva historia. Cuando cierre los ojos y diagnostique al paciente algún veneno legal para aquietar visiones. Pero no soy psiquiatra. No soy farmacéutica. No soy creyente de espíritus paridos por humanos. 

El ascensor es lento. Vivo en el cuarto piso, departamento doce. Sí, lo sé. Las doce tribus de Israel, los doce apóstoles, los doce signos del zodíaco, doce como idea de ciclo cerrado. Sólo creo en ciclos. En espirales donde no puedo salir. Romances con boca silenciosa. Romances entre callejones. Romances submarinos. Pero, a pesar de mesetas y acantilados y montañas no confío en la terapia. Puedo arribar a mis valles sola. 

Lento. Arriba los números de los pisos que recorre. Lento, como una tortuga que jamás ganó al conejo. El edificio, en sus huesos, se asemeja a la manzana que Blancanieves comió. Por fuera, luce bello. Cruzando la puerta, pareciera que los años sesenta invaden. No precisamente por los hippies sino por los otros, los serios, quienes van muriendo minuto a minuto. Sin que lo sepan.

Llega. Abro la puerta por inercia, como ciega sin caer aún en el pozo. Abro la puerta de rejas. Mi visión se abre como un terreno maldecido por uvas. Podridas. Es un gallo. Mi boca, semejante a un chispazo de morfina, no se mueve en dirección de aullido. La caída es voraz. Bestial cuando me doy cuenta de que el pollo tiene un brazalete igual al que yo llevo, en una pata. Cierro la puerta. Inspiro y exhalo. Pocos minutos, el cigarrillo puede más que cualquier turbulencia. 

El ascensor sube. Vuelvo a apretar el botón para que aterrice en mi mundo. Mundo con una dimensión escandalosa donde tiempo-espacio ya no representan nada. La fuerza de gravedad me sostiene pero no sostiene el hecho de lo que acabo de ver. Abro la puerta, luego la de rejas. Con ojos cerrados. Mi coraje quizá quedó en el brazalete del gallo, del mío. Un cerdo. Incapaz de ocultar mi prendedor en su oreja. Prendedor con forma de mi amado perro. Cada biju es repetida por cada animal. Como si yo misma perteneciera a cada pollo, a cada chancho. 

Sube y baja el ascensor, al igual que mi estado anímico, y no puedo bajarme. Estoy en una tempestad donde la balsa es ocupada solamente por mí. Las olas gimen para más terror. Mis brazos son abiertos a la Luna. Mi única creencia es en ella. Madre Cósmica, le llama Jodorowsky. La Luna protege y oculta. A la vez que revela el peligro que amenaza en el estanque.  Un cangrejo iluminado por su piel. Calibre para definición. A puertas abiertas;  ella me asusta. Una vaca con cadena y dije en su hocico. Mientras, en competencia vulgar, admito que es la misma cadena y el mismo dije que se acostumbraron a mi cuello. Cierro las puertas. 

Verdades o medias verdades. Alucinación o venganza. Escalera y no más sorpresas de seres que no conozco y nunca conoceré. O mejor dicho, los conozco de otra forma. En platos y fuentes y braseros. 

Aterrada, subo los escalones, como cuando el sol despierta sin su hijo Faetón. Mis llaves se alborotan por el temblor de mis manos. Consigo entrar. Y en el comedor, todos. El pollo, el chancho, la vaca. También ranas, peces, serpientes, moluscos, langostas, y más. Conejos, ranas, ovejas. Custodiados por un yaguareté. No vives de ensalada, le cantaba a un amigo vegetariano. No viviré mucho tiempo, me digo. 



El hongo

Me lo contagié hace tres años. En la ducha del hospital donde estuve internado. Por delirio místico. Probé cremas, pastillas, ungüentos y todo lo imaginable para quien tiene imaginación de esfinge y de loco. Para quien se abre al desagrado de una uña rígida, dura, imponente como un zigurat babilonio. Imposible de cortar. Imposible de no alertar, en ojotas, al mundo que el hongo crece con la misma intensidad que mi desesperación. Uña del dedo gordo. 

Pero hoy. Hoy. Está distinta. La uña ya no se abre y cierra en un hongo sino en un minúsculo espejo. En el cual no soy el más bonito. Sino el retrato de un pintor que sólo desparrama los ojos de sus modelos, dicen, cuando veía su alma, Modigliani, su nombre. La uña-hongo-espejo apenas me permite observarme. Es pequeña como una salamandra. Misteriosa como una hormiga, que trepa y trabaja, para preservar su reino. 

Sin embargo, está creciendo. Se moldea en la uña por completo. Ni aseveraciones ni curiosidad por saber cómo se hacen los espejos. Siento miedo del que me está habitando. Si crece, si llegara a dolerme, si es perpetuo.  Soy preso en la incapacidad de volver a delirarme, las drogas legales hacen su magia y su condena. 

Miro la uña con sutilidad, aquella que parece embarcar a hombres temerosos. Veo. Veo. ¿Qué ves? Una uña desagradable. Que refleja la cara de mi hermano. El preferido, el más chico. Mientras yo, el mayor, hacia desmadres con la cocaína y la poesía. El menor, cuya esposa, cuyos hijos, cuyo auto, cuya hipoteca siguen corriendo en la rueda del maldecido hámster.

Veo. Veo. La oficinista correcta, una extraña poeta, tan funcional al afuera como cuando las papas fritas se visten de mayonesa. Yo me despedí de ese trabajo enviando a la mierda a todos, incluso a los del sindicato. Ella, agradeció por el amor. Cuando las papas fritas se visten de mayonesa. Aprendí: no es lo mismo escribir buenos poemas que vivir siendo poesía. Otra medalla más a mi falta de cordura. Mis cebras saben volar. 

Veo. Veo. Banderas celestes. Ondeando con bestialidad. Contemplo bocas cocidas por el odio, a pesar de ciertos dibujos que llevan. Luego, marea verde. Llantos, aplausos -aunque no puedo escucharlos-, sonrisas, puños en alto. Verde que te quiero verde, diría García Lorca. Es Ley. 

¿Qué ves? Mi ex–jefa. La católica. Cuya ambrosía en el almuerzo era razonar y enunciar chismes por cada empleado de la Dirección. Una bruja con manto moralista. Al desnudarse, quizá una estrella de cinco puntas, dos hacia arriba, le quedarían mejor. 

Una cosa bien desagradable. La mujer que sonríe todo el tiempo. Yoga para principiantes. New Age en cajita de lata. Conocimiento de botella arrojada al mar, sin mensaje. Porque todo está perfecto. Todo es ilusión. No puedo sentir dolor por el hambre y por la guerra, o sí puedo, pues no alcancé su nivel de evolución espiritual.

Veo. Veo. ¿Qué ves? Mi escándalo. Mi tragedia y mi cobardía. Rehusarme a jugar, verdaderamente. Aún así, la uña hongo espejo abre mi portal. Mi comprensión y mi vergüenza. Cada personaje es “una herida que no he sanado en mí mismo”. Eso es lo que ahora, veo, veo.